Enrique / García-Máiquez

Se acaban las cabinas

Su propio afán

12 de abril 2016 - 01:00

AUNQUE andamos todos imbuidos de un crudelísimo darwinismo, no podemos evitar un pellizco de piedad al leer que las cabinas telefónicas van a desaparecer inexorablemente de nuestras calles. Es la ley de más fuerte, del mejor adaptado al medio. El depredador es el teléfono móvil y va a extinguir las mastodónticas cabinas en cuanto expire la norma que las hacía, como servicio público, obligatorias.

A un liberal puro se le presenta (¡y gratis!) un ejemplo perfecto con que ilustrar sus teorías. El servicio público lo presta antes, más barato, con mejor tecnología y más democráticamente la propiedad privada y la libre competencia que un modelo amparado por el poder público a pesar de ser obsoleto y de casi imposible sostenimiento.

Pero las cabinas telefónicas todavía tienen una llamada que hacer a mi melancolía. Dicen las encuestas que el 88% de los españoles no las ha usado jamás. Vuelvo a contarme entre la minoría. Con las encuestas me pasa como con la Primitiva: no acierto nunca. Yo he usado las cabinas hasta la extenuación. Supongo que entre el 12% de los usuarios nos contaremos muchos que recurrimos a ellas por dos motivos de alto voltaje sentimental. Primero, cuando estudiábamos fuera y hablábamos con casa. En el frío invierno, aquellas cabinas eran lo más cálido del mundo, pues nos unían a los nuestros. Aunque mis cabinas ya eran de acero inoxidable, con cuánta exactitud las describió García Lorca: "Tu voz regó la duna de mi pecho/ en la dulce cabina de madera./ Por el sur de mis pies fue primavera/ y al norte de mi frente flor de helecho".

La segunda causa de nuestra estrecha relación con las cabinas fueron los noviazgos. Sin móviles aún, con el teléfono de casa vigilado y demandado por unos y por otros, los novios nos echábamos a la calle, rebuscábamos las cabinas más solitarias y recolectábamos monedas que la máquina iría engullendo sin romanticismo ni misericordia. Las monedas menguantes, el frío, la cola creciente e indignada que esperaba, los cortes de línea, los malentendidos y la conversación agónica contra reloj forjaron unas relaciones inolvidables.

El móvil lo ha facilitado todo y el amigo liberal tiene más razón que un santo (esta vez). Pero uno sigue comunicando para esas llamadas del sentido común: la línea con la razón está ocupada. En mi pueblo hay dos cabinas, sobre todo, que hace decenios que no uso, pero las veo y me da un vuelco el corazón.

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