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DESDE pequeño me impresionaba el dato. Si todos los clientes de un banco acuden a sacar su dinero a la ventanilla, el banco, enseguida, se quedará sin efectivo. Todavía es peor si la retirada masiva se produce en el sistema bancario. Luego, lo vi en la película de todas las navidades, Qué bello es vivir. En Bedford Falls, el pueblo de George Baily, está a un tris de suceder el hundimiento. Y pasó, en realidad, cuando el corralito argentino. El mismo vértigo sentí al saber que la inmensa mayoría del dinero de la Bolsa no tiene correspondencia con el valor real de las empresas cotizadas.
Pero no teman. No lo recuerdo porque atisbe quiebras y falta de fondos, sino por la feria de Sevilla. De pronto he visto claro que, como un año todos los que hemos recibido esas amables invitaciones de nuestros amigos sevillanos a pasarnos por la caseta "donde tenemos nuestra casa", como vayamos a la vez, digo, reventamos la caseta. Y si fuese una aceptación de las invitaciones unánime, hundimos el Real, se produciría un desabastecimiento en todas las barras y acabaría explosionando la feria de Sevilla.
Me gustaría saber el sitio más lejano al que ha llegado una cálida invitación, pero no me extrañaría nada que, en Japón, en Nueva Zelanda y en Santiago de Chile, hubiese un puñado de familias convocadas a unas copas de manzanilla y a pasarlo de escándalo en la calle Joselito el Bomba o así. Y estarán la mar (océana) de agradecidas, como lo estoy yo, que conste, aunque no piensen ir a la ventanilla, digo a Sevilla, a cobrarse el cheque de la hospitalidad sin tasa.
Hay, pues, una feria secundaria de Abril, que celebramos allí donde llega una invitación, y una alegría nominal que crece exponencialmente. Que nadie piense que vengo a criticar a los sevillanos ni al coeficiente de caja de su simpatía. Ellos están dispuestos a cumplir puntualmente con sus invitaciones, como señores. Igual que los bancos. Sencillamente saben que a muchos nos basta con la alegría virtual.
Según Oscar Wilde sólo hay una cosa peor que ser invitado a una fiesta, que no te inviten. Desconocía, el pobre, la feria de Sevilla, placer de dioses. Uno es invitado calurosamente y, encima, además, oh, lujo superior, no hay que ir. ¿Se puede pedir más? Desde casa, abro la nevera, me sirvo una copa y brindo efusivamente, con todo el efecto multiplicador del cariño sin peaje, por los hospitalarios y cariñosos sevillanos.
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