Enrique / García / Máiquez /

Remodelación

Su propio afán

08 de junio 2016 - 01:00

SIN previo aviso, mi mujer ha empezado a mover los muebles de la casa. No, no ha perdido la cabeza. Ha sido un movimiento causal e inevitable como de piezas de dominó. "Vamos a ver si este revistero queda mejor al otro lado del sofá", sugirió, y una cosa ha llevado a la otra, y ahora no hay cuarto que no esté patas arriba. Yo observo el espacio devastado con ojos incrédulos y, si me permiten la hipálage, sudorosos, porque no sólo miro, sino que cargo los sofás.

Todo ha quedado revuelto e indeciso, a la espera de que mi suegra mande unos muebles y recoja otros, para lo que se han estado mandando fotos por el móvil. Yo no sé cuántos días o semanas pueden durar estos traslados y movimientos compulsivos, que habrán de cruzar media España, ni si seguirá creciendo la onda expansiva. Cuando parece que se remansa, una butaca no entra, y volvemos a reubicarlo todo, hasta los cuadros. Como se me echaba encima la hora de escribir el artículo pensaba si no me serviría al menos de metáfora de la situación actual del país, atascado en un cambio de decoración que se muerde la cola.

Pero dos preocupaciones perturbaban mi capacidad metafórica. La de mi asiento para escribir, que se ha resuelto con un inopinado taburete, y la de mi propia estabilidad. En un estado tan febril de reorganización del hogar, el marido sospecha, en los momentos más febriles, si no puede él ser otro de los muebles rechazados o desplazados. Ve caer a su alrededor piezas que parecían ser más valiosas o más útiles, y se desazona.

Benjamin Franklin calculó que dos o tres mudanzas, según mediase o no el ferrocarril, equivalían a un incendio, de modo que una redecoración completa puede significar el quinto de un pavoroso incendio. No sería raro que hubiese víctimas de las llamas.

Claro que este temor subconsciente, pero constante, me permite, si no una metáfora, sí una empatía. Cómo tienen que sentir los políticos que sus puestos están en tenguerengue. Aún más que yo, pues a mí, al fin y al cabo, me defiende el vínculo. Los políticos, en cualquier momento, se van a casa de la suegra, como quien dice. De pronto, tras tantas semanas en que he afilado mi criticismo más ácido contra todos ellos, he sentido una solidaridad universal. No con sus ideas, Dios me libre, ni con sus políticas o sus tácticas, pero sí con sus miedos, que explican tantas torpezas, incoherencias, sudores fríos y extravagancias. Pobrecillos.

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