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UNO de mis orgullos como articulista es que en estos casi tres lustros en lo alto de la columna nadie me haya acusado de homofobia, aunque no dejé nunca de decir lo que pienso. El mérito no es mío, sino de mis lectores y, en especial, de aquellos, en principio, más susceptibles. Han tenido la inteligencia de entender que una cosa es mi concepción moral de la práctica de la homosexualidad y otra mi respeto personal a todos. Jugamos en igualdad perfecta de condiciones, porque tampoco yo me considero humillado ni ofendido porque alguien no alabe y aplauda mi concepción privada de la sexualidad ni a la encíclica Humanae Vitae.
Viene esto a cuento de que el Ayuntamiento de Getafe ha aprobado una moción en la que se denuncia que la homofobia hace estragos entre los blancos, delgados y de confesión religiosa mayoritaria. Escapo de la etiqueta, porque estoy bastante moreno con eso de bajar a los niños a la playa, delgado hace treinta años que no soy y mi confesión religiosa, que es la católica, ya no es la mayoritaria. Arcadi Espada, nuestro sismógrafo sociológico más fino, hablaba ayer de la necesidad de separar Estado y religión, pero lo hacía, precisamente, para denunciar el poder político e ideológico que el homosexualismo ha adquirido.
Más allá de escabullirme gracias a la teoría de los conjuntos y a mi sobrepeso, vengo a hablar en serio. Por respeto a los homosexuales, entre otras cosas. No termino de saber cuántas semanas dura el día del orgullo gay; y, aunque podría buscar en internet la fecha exacta, me interesa que caigamos en la cuenta de que llevamos un mes o más celebrándolo con todos los colores y reportajes en los medios. No sé si alguien de dentro se ha dado cuenta ya de que tanta reivindicación no es un signo de normalidad. Ni el calentamiento global tiene reivindicaciones así de largas e intensas. Tampoco son normales las denuncias, las mofas y las befas a cualquiera que no quiera sumarse con entusiasmo a la celebración.
Hay una línea que separa la no discriminación de la imposición ideológica al resto de la sociedad de unos dogmas, por muy posmodernos que sean. El problema es que, mientras que todos podemos y debemos ejercer el respeto personal, no se nos han de pedir adhesiones inquebrantables. El exceso, como la susodicha declaración de Getafe y las persecuciones a los obispos por repetir su catecismo, no hacen bien a nadie y enrarecen el ambiente.
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