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OÍA los editoriales radiofónicos de César Vidal con una mezcla de curiosidad e impaciencia. Él arrancaba de un hecho histórico para, a base de analogías y paralelismos, analizar la actualidad más rabiosa. Tenía su encanto erudito y a veces conseguía, en efecto, iluminar el presente; pero también tiraba de una retórica encorsetada y las analogías resultaban, con frecuencia, forzadas.
Ignoro si Vidal sigue utilizando su procedimiento. Yo lo recuerdo cada vez que leo informaciones de los movimientos subterráneos que se producen alrededor de Rajoy, con bandos enfrentados, lealtades reversibles y puñaladas traperas. Pienso entonces, forzando a mi vez la analogía, en la traición del Conde don Julián, que abrió las puertas de la España visigoda. Fue, más allá de la leyenda romántica, una venganza perfectamente orquestada por los partidarios de Witiza, como explica, con tensión de thriller, el profesor y maestro Rafael Sánchez Saus en su estudio Al-Andalus y la Cruz. Estas traiciones, luchas intestinas y odios a muerte formaban parte de la política del reino visigodo. Y sin ellas no se habría producido la invasión musulmana, pues la potencia militar de España era superior.
Ayer no más, me reía de la Diada y su día de la marmota. Han prometido que se van a independizar de inmediato, para lo mismo prometer en la próxima Diada. Sin embargo, el riesgo para la soberanía nacional es real, a pesar de lo ilegal, ilegítimo e ilógico del secesionismo, porque los que deberían salvaguardar la constitución de todos están en darse golpes unos a otros por debajo de la mesa y por detrás de los focos. Desde luego, el reto justificaría, aunque eso quizá sea pedir demasiada nobleza, una gran coalición de los partidos constitucionalistas y un intervalo de lealtad mutua. A lo que ya no hay derecho es a que dentro de los mismos partidos estén a matar, distraídos de los desafíos y necesidades reales del país. El nacionalismo es uno de sus principales peligros, pero podría decirse lo mismo de la crisis demográfica o del déficit público.
En esas peleas personalistas o, como mucho, entre grupúsculos de poder, sorayistas contra el G-8, en el PP; en el PSOE, sanchistas contra susanistas; errejonistas contra pablistas en Podemos, hay un egocentrismo (de cada uno) que deviene en frivolidad (de todos). La historia nos demuestra que nada desmorona a los países como su división interna. Aquí es total.
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