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Su propio afán
TRAS su asombrosa reaparición -policía mediante- en Paraguay, después de haberse ahogado trágicamente en Trafalgar, escribí un artículo sobre mi viejo compañero de colegio y de universidad Jenaro Jiménez, alias "Álvaro Domecq y Carvajal", que fue el nombre falso que él se puso para ir de incógnito por Sudamérica. A pesar de que deploré sus peripecias picarescas y del daño que había causado a los que más le querían, mi tono era celebratorio por las circunstancias bufas y, sobre todo, por la alegría de que el hombre que pensábamos muerto había resucitado, el que creíamos perdido había sido encontrado; aunque se hubiese ido en la llorada forma de un accidentado y hubiera vuelto en la figura de un pillo redomado. Era un vivo, pero estaba vivo. Ni las compañías de Seguros, con las que Jenaro había firmado catorce o quince pólizas de vida en los días previos a su supuesto ahogamiento, se alegraron tanto de la reaparición del desaparecido como yo.
Lo malo es que Jenaro volvió a las andadas, y se fugó, y lo han cogido. Marx dijo una vez que "la historia se repite; primero como tragedia, y después como farsa"; pero, cuando lo que se repite es una farsa, reincide entonces como tragedia. Tras la saga/fuga de JJ, hay aún menos margen a la disculpa. Ahora cambió Paraguay por Hungría y a Miss Boquerón, con quien se casó allá, bajo el pseudónimo de Domecq, por otra mujer, que tal vez sea, conociéndole, Miss Transilvania. Confieso una viva curiosidad por saber el alias que Jenaro se haya escogido esta vez. Pero el cambio de fondo es que lo que la primera vez pudo parecer un ataque repentino de locura o de desesperación, ahora resulta un hábito inquietante.
A los amigos de la infancia se les aprecia siempre, aunque nuestras vidas sean senderos que se bifurcan en insólitos arabescos. Cuánto trabajaría yo si fuese rico, suspiro a menudo. Uno de los libros que me encantaría encerrarme a escribir sería la colección de semblanzas de mis compañeros de colegio, tan distintos unos de otros que parece mentira que en la tierna infancia compartiésemos pupitres, uniformes, risas y bocadillos en el recreo. No me auto-encargaría ese libro por un egocentrismo reflejo, sino por la sospecha de que el "Rosebud" de cada cual, su clave biográfica secreta, late en la niñez. Ojalá a Jenaro pudiese escribirle yo también su semblanza, y no los redactores de Sucesos, como viene ocurriendo hasta ahora.
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