El pinsapar
Enrique Montiel
Uno por uno
DE POCO un todo
ESTE fin de semana estamos pensando más en todos los muertos que en todos los santos. Halloween tiene un punto de ultratumba (pasado por el cómic y el cine B) y, además, por si no tuviésemos bastante con la moda tétrica, nos hemos acordado mucho de todos los muertos del calendario, que ya es mala suerte que el día de fiesta haya caído en sábado, y nos haya volado el viejo puente justo en el año de la crisis.
Con puente o debajo de él, hoy es el día de los difuntos, y quién desperdicia la oportunidad de hablar de ellos, para una vez que se puede. Hablamos demasiado de los vivos, y de los políticos, que son los más vivos a la vista de cómo se tunean los coches, los despachos, los salarios. Pero a los muertos los necesitamos más: sin ellos, qué solos nos quedamos.
A estas alturas del artículo, los supersticiosos se habrán ido a tocar madera y ya podemos concentrarnos sin miedo en el asunto. Resulta paradójico, para empezar, que esta sociedad, con una extraña pulsión de muerte tan intensa (véase el aborto, la eutanasia, los telediarios y, de forma más virtual, el cine y los videojuegos), se ponga mala en cuanto se mienta a la muerte. Baudelaire explicaba que los abolicionistas de almas (materialistas) quieren abolir el más allá (concretamente, el infierno) porque "están, a buen seguro, interesados". Las maliciosas cursivas son suyas.
Más ilusionado con el tránsito estaba Eugenio d'Ors. Contestaba, cuando le reprochaban su ritmo de trabajo: descansaré cuando muera. Incluso escribió un librito sobre el particular: Cuando ya esté tranquilo. Uno, después de leer a Dante y hacerse una idea aproximada, opina que la vida ultraterrena será apasionada, sorprendente, interesantísima -santísima más en unas partes que en otras, pero siempre con interés-, espectacular, inacabable, justa, todo… menos tranquila. Si queremos descansar, aprovechemos ahora los domingos.
Encima, los muertos han de ocuparse también del más acá. Lo nuestro les concierne y, sobre todo, a nosotros nos conviene que les concierna. Lo representó Tolkien en El señor de los anillos cuando Aragorn les pide ayuda para la batalla final, a la que acuden. Con menos simbolismo, ellos nos hablan en la conciencia, y a todos alguna vez el recuerdo oportuno de un abuelo nos hizo comportarnos con dignidad.
En política, el gran defensor de los derechos de los muertos fue Edmund Burke. El pensador irlandés se resistía a que no contasen en la vida pública los que trabajaron, se sacrificaron o hasta murieron para que un país existiese. Los muertos se hacen presentes en la comunidad de una manera natural a través de las tradiciones.
El pueblo las ama, a pesar de tanta retórica del progreso. O incluso gracias a ella, porque, mondando de retórica al progreso, nuestro futuro está, a fin de cuentas, entre los muertos. Hoy muchas personas acuden a los cementerios. Y es lo mejor que se puede hacer.
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