La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De todo un poco
EL premio de Pe ha entusiasmado al respetable. Sobre sus méritos cinematográficos, Eduardo Jordá escribió el miércoles un artículo magistral. Yo, por mi parte, no vengo a tejer ni a destejer la sábana de las virtudes de Penélope. Tampoco entraré al trapo de extrañarme por el extravagante antiamericanismo en jeans de la sociedad española, capaz de llegar al éxtasis ante una pequeña carantoña del odiado imperialismo yanki. Quisiera aprovechar la ocasión del Oscar y el poquitín de alipori que da tanta sobreactuación para reflexionar sobre los premios en general.
En un mundo donde el espectáculo deportivo tiene un papel protagonista, el entramado que llaman "de la cultura" siente unas irresistibles pulsiones de emulación, y se lanza a la búsqueda de los pódiums y de las celebraciones saltarinas de las victorias. Sin embargo, en las Humanidades las cosas no son tan simples, afortunadamente. En arte no hay ganadores ni vencidos, sino obras que conmueven, iluminan, mejoran o estremecen a cada persona en concreto.
Parece, sin embargo, que la gente suspende su juicio a la espera del fallo de cualquier jurado, igual que el público expectante que asiste al suspense de una carrera de cincuenta metros. A usted mis artículos pueden gustarle (Dios se lo pague) o no (lástima), lo que sería rarísimo es que esperase usted (me temo que sentado) a ver si me conceden el premio González Ruano o el Pemán para decidirse. Pero si uno se fija, se actúa así. El alcalde de Alcobendas, sin ir más lejos, ha esperado al Oscar a Mejor Actriz Secundaria para nombrar hija predilecta a Penélope, como si el Oscar fuese el auténtico hijo predilecto de la localidad. El Sr. Alcalde tendría que haber nombrado a Pe antes o después, no a rebufo de la Academia.
Yo salí deslumbrado del cine de ver Slumdog Millionaire de Danny Boyle, pero al día siguiente, zas, le zumbaron ocho Oscars justísimos, por lo que ahora la película no necesita que uno la ponga por las nubes, ni compensa. Sólo merece la pena luchar por las causas perdidas, o todavía indecisas, y contra las causas ganadas con malas artes. Las causas ganadas, cuando son tan buenas, bien ganadas están.
Lo más objetable de los premios, precisamente, es que suelen apostar a caballo ganador, sin arriesgar casi nunca un juicio original. El Premio Príncipe de Asturias del deporte recae en flamantes triunfadores, y lo mismo ocurre, con más o menos disimulo, en la mayoría de los premios literarios. Los jurados eligen a alguien de reconocido prestigio para que éste prestigie sus certámenes. O sea, que los premios se apremian a premiarse a sí mismos.
En literatura, en cine, en música el verdadero premio lo otorga el lector, el espectador, el oyente. Si luego un jurado coincide contigo, te alegras por el artista (¡felicidades, Boyle!) y sobre todo por la propaganda que se le hace. Pero sin tomarte el follón demasiado en serio.
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