La Rayuela
Lola Quero
Nadal ya no es de este tiempo
De poco un todo
Las llaves del coche, las de la casa, la cartera, la tarjeta de crédito, el móvil, las gafas, las gafas de sol, las gafas de buceo, el cargador del móvil, el portátil (para escribir este artículo), la conexión USB (para mandarlo por internet), el cargador del portátil, las pastillas para la alergia, para el estómago, para el dolor (posible) de cabeza, varios libros de poesía, una novela, una revista, un bloc para tomar notas, un bolígrafo, un lápiz, un sacapuntas, la cámara de fotos, el cargador de la cámara de fotos, la toalla, la protección solar, la maleta, la bolsa de aseo, el cepillo de dientes…
Todo lo anterior -y la seguridad de que me olvido algo- sólo para pasar un día y medio en casa de unos amigos a menos de cien kilómetros de mi pueblo. Mientras iba repasando las cosas que no podía bajo ningún concepto olvidar, he sentido una oleada muy grande de compasión por los veraneantes. Los veraneantes ya no vienen -como su nombre aún indica- a pasar el verano, sino dos semanas o tres. Pero aún así, ¿cuánto tendrán que transportar las pobres criaturas?
A diferencia de mi admirado Manuel Machado, yo no soy como las gentes que a mi tierra vinieron, no soy de la raza mora, vieja amiga del sol. Hasta donde alcanzo, apenas me quedan dos vestigios del alma de nardo del árabe español: una felizmente reprimida tendencia a la poligamia y el gusto de que sea la montaña la que se acerque a Mahoma en vez de que el menda trepe con el sudor de su frente hasta la cumbre. En el caso que nos ocupa, esto se concreta en que prefiero quedarme en mi pueblo de todo el año y que éste se convierta de pronto, por arte de birlibirloque y afluencia de visitantes, en un codiciado lugar de veraneo. Así, sin moverme ni un ápice, me encuentro en medio de una movida más o menos de moda.
Nunca le agradeceremos bastante a los que nos visitan que ellos hagan las maletas, las carguen, conduzcan a través de una operación salida a corazón abierto, lleguen derrengados, lamenten las cosas que olvidaron, salgan a cenar y toda la pesca. Nos traen el veraneo hasta la puerta de casa en bandeja de plata.
Por eso, los indígenas deberíamos conjurarnos para hacerles la vida lo más agradable posible, que bastante tienen con lo suyo y con lo que nuestros alcaldes les tienen preparado aquí, con todas estas obras a medio hacer. Si tienen prisa en la cola de la panadería, entendamos que es la inercia de la carrerilla que traen de sus frenéticas capitales. Si piden pescado sin parar en todos los restaurantes, no les llamemos "comepeces", sino celebrémosles el gusto, que los pescadores también tienen que vivir. Cuando nos cuenten fabulosas historias de sus inacabables horarios de trabajo, pongamos cara de intensa admiración. En resumen, abramos los brazos para recibirles, aunque sólo fuese (que no es por eso sólo) por las maletas inmensas que no tendremos que hacer gracias a ellos.
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