Envío
Rafael Sánchez Saus
Luz sobre la pandemia
De poco un todo
LO peor del top-less es como lo defienden: aseguran que te acostumbras rápido y a partir de entonces te da igual. Oh, vaya, pues eso sí que es malo. No está la vida tan sobrada de encantos como para renunciar a ellos a pares.
Yo, ojo, soy partidario de las playas de familia. ¿Por qué no aprovechar tantísimos kilómetros de costa para acotar unos metros en los que quien quiera pueda derramar la mirada y los niños, si los tiene, sin sobresaltos? Me parece la forma más sencilla de respetar los derechos de todos. Pero la actualidad es lo que hay, no lo que me gustaría que hubiese. Y lo que hay, por mucho que yo recoja la mirada, salta a la vista.
Los que defienden la inanidad del top-less con el argumento de la insensibilidad adquirida podrían citar a Fernando Pessoa: "Sólo los pueblos que se visten gozan de la belleza de un cuerpo desnudo. El pudor beneficia sobre todo a la sensualidad, como el obstáculo a la energía". La frase, la verdad, es perspicaz; pero aplicarla a rajatabla nos llevaría a sostener que no hay nada más puritano que un cuerpo desnudo ni nada tan sensual como un burka, y tampoco es eso.
Prefiero el sentido común y, compartiendo el sentido de lo de Pessoa, no termino de creerme, sin embargo, el argumento ese de la impasibilidad masculina. Cierto que no puedo hablar con un exhaustivo conocimiento de causa, porque voy a la playa con moderación y la vista gacha. Mi trabajo de campo deja, por tanto, mucho que desear, nunca mejor dicho. Pero mis observaciones apuntan a que, en realidad, mientras ellas se comportan como las legendarias suecas del cine español, nosotros nos hacemos los suecos. Más que una insensibilidad (que yo sólo detecto en los novios o acompañantes de las chicas) estamos desarrollando disimuladamente (o no tanto) una tendencia a la ponderación. Hasta ahora, los pechos de una dama, por llamarlos de algún modo, eran una zona mítica, en penumbra, que escapaba a prosaicas comparaciones, protegida como por un halo lunar. Gracias al top-less o por su culpa (no entremos en consideraciones morales), están perdiendo ese nimbo mágico. Por su parte, el rostro se empequeñece dentro del complejo sistema de equilibrios en que consiste una belleza. Eso conviene a unas, claro, y perjudica a la mayoría. Las mujeres que lo practican renuncian a algo. Antes, nos rendíamos al momento ante la manifestación de un misterio, pero ahora, visto lo visto, se establece desde la populosa orilla un ranking de competencia feroz: el top-less lleva al top-ten. Deja de ser un argumento absoluto, se gradúa y relativiza. Incluso los más ingenuos discriminamos entre una Venus de Milo y una Venus de Willendorf, entre unos años y otros años (más). Somos los hombres (en el peor sentido de la palabra) los que, al final, salimos ganando en la ruleta de la modernidad. Lo lamento, porque yo, en la lucha de sexos, voy con ellas, si me dejan.
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