Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
DE POCO UN TODO
HE comenzado a seleccionar mis artículos para un libro. Antologarse es lo mejor de este oficio. Mantener el nivel de los instantes inspirados es imposible y además no puede ser si pretende estar a la altura de las circunstancias, que van a ras de suelo. Por eso, resulta estimulante descartarse de las columnas cambembas, de las que caducaron, de otras reiterativas y de otras tantas tan tartamudas. Al final van quedando aquellas en las que reconozco no al escritor que soy, sino -por arte de birlibirloque- al que me gustaría ser. Una antología es el photoshop de la literatura.
Releyéndome he visto, sin embargo, una característica que me ignoraba: soy un aguafiestas. Me he metido con las celebraciones de bodas, con los disfraces de carnaval, con los fines de semana, con el síndrome vacacional, con las noches de feria, con las fiestas sorpresas y con todo jaleo que se me ha puesto a tiro. He defendido los días laborables, los madrugones y las tardes tranquilas.
Nadie me ha hecho caso. La gente sigue esperando que llegue san viernes con una devoción digna de mejores causas. Pero, aunque sea ante mí mismo, voy a justificarme. Arremeto contra los molinos de viento de los jolgorios gigantescos y giratorios porque soy un firme partidario de la felicidad. Las fiestas son a menudo una fuente de frustración. El fin de semana dura como máximo dos días frente a los cinco de la semana; las vacaciones sólo un mes y el resto del año, once; la boda, una noche, y el matrimonio, todas las demás. Si no aprendemos a disfrutar también de lo cotidiano, si marchamos al paso de la oca de fiesta en feria y a ver la próxima cuándo toca, acabáremos resacosos y malhumorados.
Las fiestas, por mucho que las multipliquemos, serán siempre pocas en contraste con el taco del calendario. Renegando de la rutina y aburriéndonos de lo normal, vamos a contra tiempo. Nadie más a favor que yo del vino, que es sagrado, y, con su grano de ironía, de las fiestas, pero lo corriente es el agua, que es bendita. Más claro lo dijo Henry David Thoreau: "Quiero vivir siempre de manera que mi gozo y mi inspiración surjan de los acontecimientos más comunes, fenómenos cotidianos, para que pueda inspirarme con lo que a cada hora perciben mis sentidos, mi caminata diaria, la conversación con mis vecinos […] Si un hombre adquiere el gusto del vino y del brandy al precio de perder su amor por el agua, ¿no deberíamos compadecerle?" Como principio, Píndaro lo sostuvo en el primer verso de su primera Olímpica: "El agua es lo mejor de todo". O sea, que sí: soy un aguafiestas, pero porque el agua es -tiene que ser- una fiesta.
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