La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
Ala edad de 44 años, ha muerto en un accidente de montañismo Javier González Bezunartea. Como muchos de ustedes sabrán, era de Cádiz, pero vivía en Pamplona, adonde había ido a estudiar Derecho, como su padre, y en donde se había casado con una navarra, como su madre. Ellos, en cambio, no regresaron a Cádiz, se quedaron a vivir en Pamplona, donde han tenido cinco hijos.
Yo era íntimo amigo de su hermano pequeño, Iñaki. Cuando los dos aterrizamos en la Universidad, él nos llevaba bastantes años de adelanto, y estaba en cuarto o en quinto. Los hermanos compartían piso; yo caí en un Colegio Mayor. Aquel año en aquel Colegio se pusieron especialmente pesaditos con las novatadas, a las que uno no conseguía verles la gracia. Sin embargo, en el piso de los González Bezunartea -oh aquellos cafés eternos- me encontraba en la gloria. Me pasaba la vida allí, por tanto.
Primogénito y primo mayor, no he tenido hermanos mayores ni apenas nada que se le parezca, con la excepción de Javier González Bezunartea. Descubrí, gracias a él, el dulce encanto de ser un benjamín. Nos introdujo a la vida universitaria, a la noche pamplonica y a la ciudad. Sobre lo mío, él no lograba entender que unos tíos hechos y derechos encontrasen divertido gastar bromas de mal gusto a unos novatos inocentes. Aquella incomprensión suya, un tanto desdeñosa en el fondo y llena por fuera de una guasa muy fina y gaditana, me ayudó muchísimo a poner las cosas en su sitio, a no hacer un mundo de lo que no era más que un rincón.
Javier nos ofrecía de paso, sin querer, un modelo alternativo de universitario, alegre, descomplicado, haciendo a menudo excursiones y planes paralelos, sin descuidar los estudios, aunque sin obsesiones ni agobios. Resultaba ejemplar también su relación con Maite, su novia, que era muy guapa y, además, para redondear el encanto, la sobrina de nuestro catedrático de Historia del Derecho. Aquella pareja tan sonriente, tan serena, tan sólida, siempre tan cariñosa, presentaba un contraste muy saludable con nuestros flirteos efervescentes de recién llegados al Campus. Cuando Javier acabó la carrera, se fue a hacer un master a Barcelona y yo dejé de verle con tanta frecuencia, aunque volvía mucho por Pamplona a visitar a Maite. La última vez que estuve con él fue en la boda de Iñaki, donde tuve la suerte de sentarme en su mesa. Nos pusimos al día y nos reímos a carcajada limpia.
Por supuesto, en relación con su vida completa, con la huella honda que seguro ha marcado en sus muchos amigos, en comparación, sobre todo, con el tesoro de sus cinco hijos, mi trato con él fue muy poquita cosa. Para mí, de todas maneras, supuso una deuda impagable, que no tuve oportunidad de pagar. Qué maravilla haber pasado por el mundo sembrando alegría y agradecimiento en el alma de todos con los que uno se cruzó, incluso fugazmente. Javier me ha dejado un recuerdo imborrable.
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