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NO era "la mirada del criminal" como tituló a toda pastilla en su primera página un importante periódico nacional, sino la mirada del falso culpable la que recorrió España desde la fotografía del joven canario detenido, esposado y públicamente condenado por un crimen horrendo que no había cometido. Lo único criminal en este caso ha sido el linchamiento colectivo de un inocente.
Un linchamiento en plan Fuenteovejuna que procede de la primaria necesidad psicológica que sentimos todos de explicarnos los sucesos execrables y ponerle rostro rápidamente al monstruo capaz de cometerlos, pero procede sobre todo de la irresponsabilidad de una sociedad morbosa, mediática y ansiosa de respuestas simples. Es una sociedad que ha institucionalizado no ya la pena de banquillo, que dicta sentencia contra cualquiera que esté simplemente imputado, sino la pena de telediario: al que sale en TV conducido por la Guardia Civil lo declaramos sin más culpable. La presunción de inocencia ha muerto.
Nadie parece haberse parado a pensar el daño que se hace a una persona injustamente acusada, sin pruebas ni juicio. Quien ya lo sabe es este hombre de 25 años, destrozado y deshonrado, que se oculta en casa de un familiar después de que todo el país llegara a la conclusión, tan indignada como inmotivada, de que había violado, quemado y maltratado hasta la muerte a una niña de tres años, hija de su compañera sentimental (también a ella, de paso, se la declaró cómplice).
Y todo porque el médico del hospital público al que el propio acusado llevó a la pequeña escribió un informe en el que se afirmaba que presentaba desgarros vaginales y anales, lo que puso en marcha los protocolos vigentes contra el maltrato. Y porque las asociaciones y foros contra la violencia de género se echaron a la calle dando por sentada su culpabilidad. Y porque los medios de comunicación hicieron, como siempre, de caja de resonancia y llevaron a todas las casas la imagen del canalla que no lo era. (De esto último no me extraña nada: no sé cuánto tiempo hace que los periodistas ya no contamos casi nunca lo que vemos, sino lo que otros nos cuentan que han visto. La arrogancia corre pareja a la ignorancia).
Todo habría sido completamente distinto si a la niña se le hubiera hecho una simple radiografía. Se habría sabido que las lesiones que la mataron se las produjo al caerse de un columpio, como dijo desde el primer momento el detenido. También, que las quemaduras fueron producto de la alergia a una crema. Ha habido que esperar a la autopsia para acceder a la verdad que nuestra mente retorcida negaba: que todo fue por un accidente.
No era la mirada del asesino la que vimos en los telediarios. Era la mirada de un inocente asustado que nos pregunta por qué tanta maldad.
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