El pinsapar
Enrique Montiel
Rehenes
DE POCO UN TODO
YO, muy cargado de razón, no comprendía a quienes pudiendo disfrutar del arte verdadero se enredan en sucedáneos; a los que, a un cuadro de Ramón Gaya, prefieren el último borrón vanguardista, o a los que echan la tarde con las novelas de las cerillas y los bidones en vez de leer El azul sobrante de Jiménez Lozano. Benedicto XVI, sin embargo, me ha recordado en su discurso a los artistas del 21 de noviembre que la belleza no es fácil ni manejable. La belleza hiere, nos abre los ojos, nos pega -dice el Papa citando a Platón- una saludable sacudida. Nos obliga a salir de nosotros, nos arranca de la resignación y del acomodamiento y nos hace sufrir, como un dardo que, al pinchar, nos despierta.
Y aún va más allá. El arte es una via pulchritudinis: un camino hacia al misterio último, hacia Dios. La belleza, señala Hans Urs von Baltasar, es "la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y el bien, y su indisociable unión". Gustavo Adolfo Bécquer (al que se toma, porque se le lee en la adolescencia, como un poeta de adolescentes, siendo mucho más) apuntaba ahí cuando, al ver a su amada, suspiró: "¡Hoy creo en Dios!". Tampoco fue un frívolo, por tanto, Sebastian Flyte, el personaje de Retorno a Brideshead al confesar a su amigo Charles que la belleza del Portal de Belén y de los Reyes Magos y de la estrella y de los villancicos era un fundamento firme de su fe.
La belleza nos zarandea y nos planta ante Dios. Eso explica que produzca temor y temblor, y que la mayoría prefiera esconderse del arte auténtico detrás de simulacros o entretenimientos. Comprenderlo todo es perdonarlo (casi) todo, y yo ya no protestaré nunca más de quienes se escabullen de lo hermoso. Presienten el peligro que encierra.
Y se entiende mejor también la dulzura del arte que aspira a la naturalidad y a desaparecer incluso, que habla en voz baja, como al descuido. La prosa de Cervantes o el pincel de Velázquez usaban esa delicadeza. Que eso es, delicadeza, porque la hermosura, sabiéndose tan poderosa, no quisiera ni imponerse ni herirnos. "Una condición de la extrema belleza -vio Simone Weil- es la de estar casi ausente, o por la distancia o por la fragilidad. Los astros son inmutables, pero están muy lejanos; las flores blancas están ahí, pero ya casi destruidas". A la belleza le avergüenzan las demostraciones de fuerza. Aun así, o en sordina o de paso o desde lejos, nos llama y nos compromete y, a poco que nos acerquemos, nos hinca de rodillas. No le hizo falta más que un solo verso a José Emilio Pacheco para escribir su poema Alabanza: "En silencio la rosa habla de ti".
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