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Olafo es mi tira cómica por antonomasia. Hace años venía en el Diario y el Diario llegaba a casa de mis padres y yo era lo primero que leía: crecí un poco vikingo, como Hamlet, el hijo de Helga y Olafo. Incluso recortaba algunas viñetas especialmente inspiradas.
Una de las que guardé, más que divertirme, me emocionó. Olafo y Hamlet jugaban a adivinar las formas de las nubes, ya saben: esa de allí, un osito; aquella, un barco; etc. De pronto, Olafo dice: "Esa me recuerda a tu madre"; Hamlet la mira y ve que tiene forma de corazón, y aplaude emocionado: "¡Oh, papá, la quieres!"
Últimamente, como salta a la vista, más que el pequeño Hamlet, parezco Olafo el Terrible. En los intersticios en los que la inteligencia desconecta y por los que se cuela la fantasía, yo solía soñar con los libros que escribiría. Ahora imagino cómo será mi hija cuando nazca. Y deseo siempre, me he ido dando cuenta, que se parezca en todo a mi mujer: física, mental, espiritualmente. De mí sólo quisiera ser capaz de transmitirle determinados aspectos de la educación de mis padres. El resto, que es más bien la suma, espero que lo herede de ella. Me he parado a pensarlo y me he dicho: "¡Oye, tú, pues sí que la quieres!"
No es que tuviese dudas, ojo, sino que en el matrimonio, el amor, que se ha ahondado y afinado con el tiempo y el trato, sale a la superficie, no en grandes perturbaciones ni trastornos ni pulsos disparados ni palideces ni sudores ni noches insomnes a la luz de la luna, sino a través de esos detalles sutiles y delicados, que nos sorprenden y emocionan más. Por eso me había gustado tanto (lo he comprendido del todo treinta años después) aquella nube de Olafo.
Sobre esta cuestión, hay una novela de Chesterton titulada también en la traducción española Manalive. Si usted no la ha leído y quiere leerla, como le aconsejo, sáltese este párrafo a la torera. Porque el secreto de Manalive es el lío continuo que montan el protagonista y su esposa legítima para no perder la pasión flamígera del noviazgo. La novela es divertidísima, pero su planteamiento está equivocadísimo. La chispa del noviazgo es su intensidad, y, por tanto, lo natural es que acabe. Los encantos del matrimonio son otros, como Chesterton, por cierto, supo y puso en práctica en su vida.
La cosa tiene su importancia porque muchas crisis matrimoniales de hoy arrancan del sentimiento de pérdida de aquel espíritu vibrátil de los primeros instantes. El cine y las novelas tienden a identificarlo en términos absolutos con el amor. Pero el amor es más. Y vive mejor, de un modo más profundo y personal, en familia. Hay que estar atentos para verlo bien. Nos jugamos la felicidad. En una nube que pasa o en las volutas de la imaginación o en cualquier pequeño detalle de cada día, se agazapa la prueba irrefutable y conmovedora de un amor muy grande. "Oh, papá, la quieres", nos decimos entonces, encantados.
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