Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
DE POCO UN TODO
COGÍ el caminito (la autopista) hacia Sevilla con un ánimo exultante. Acababa de leer lo del Climagate, el mayor escándalo científico del siglo, dicen, y, sin duda, una de las mejores noticias del 2009. Un hacker informático ha publicado los correos electrónicos de los especialistas de la Universidad de East Anglia que defienden a muerte las teorías del cambio climático antropogénico; y resulta que mienten como bellacos o, incluso, como políticos. Han estado atesorando subvenciones millonarias a cuenta del calentamiento del planeta, boicoteando a los científicos que no lo ven tan claro (o tan cálido) y ocultando datos adversos o cocinándolos con trucos estadísticos. El fin justifica las mediciones, se decían.
Es tan buena noticia porque la mentira es un cáncer que urge extirpar y también porque a unos más y a otros menos nos tenían a todos acogotados. Además de la pasta de las subvenciones, nos habían robado el puro placer de la contemplación de la naturaleza. Se asomaba uno al campo y le oprimían el pecho el sentimiento de culpa, por un lado, y el sentimiento de pérdida por el otro. El planeta se licuaba como un pez de hielo en un whisky on the rocks, y la culpa era nuestra. En el exprimido corazón no quedaba sitio para sentimientos bucólicos.
Ahora, sin embargo, desde el sillón del coche, que por fin acelero sin cargo de conciencia, qué maravillosa la campiña. Atardecía y las colinas doradas, los verdes pinos me trajeron a la memoria a Antonio Machado, que dio con el adjetivo perfecto para las encinas: polvorientas. Las viñas, como legiones en formación de combate, vitoreaban a Columela. Y llegando al peaje tuve el preceptivo recuerdo para Fernando Villalón, que mantuvo que el mundo se divide en dos: Sevilla y Cádiz. De algunos jerezanos que salen poco de su ciudad se ha dicho que, cuando llegan al peaje, enseñan el pasaporte. A mí, como homenaje a Villalón, y en vez de pagar la multa, ya me gustaría.
Desde que uno sabe que no va a morir abrasado o aplastado por una ola gigante, ve con otros ojos el vuelo inmóvil de los cernícalos, espadas de Damocles de las cunetas. El sol del crepúsculo teñía de rosa el aire y una bandada de espurgabueyes adquiría un tono de flamencos muy elegante.
Volví tarde de Sevilla. Me crucé con la luna llena, que llevaba las largas puestas, y le di luces. Ofendida, se subió a lo alto del cielo, donde no podía verla. Paré en un área de descanso y me bajé para presentarle mis excusas. Pero no pude. Tuve que meterme corriendo en el coche. Hacía un frío de esos que alteran la altura de vuelo del grajo. Qué gusto, uf, la calefacción a tope.
También te puede interesar
Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La pesadilla andaluza
Por montera
Mariló Montero
Los tickets
Lo último