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La tribuna
PARA mejorar los rendimientos de nuestras escuelas no siempre es posible transponer sin más las actuaciones o las estructuras de otros sistemas educativos que preparan mejor a sus ciudadanos. Pero, ¿no podríamos copiar algo de Finlandia? Es un país de referencia en el ámbito escolar, y aparece como líder europeo en la formación de sus alumnos. Hay un aspecto que sí podría ser importado y que se convertiría en una de las medidas de mayor trascendencia en la mejora de los rendimientos de nuestro sistema: la formación inicial del profesorado. Allí hacen como en los programas-concurso de la televisión estilo Fama: primero seleccionan a los candidatos a profesores y luego los forman. Aquí lo hacemos justamente al revés: primero formamos a todo el mundo y luego los seleccionamos (o mejor, se seleccionan solos con un sistema de acceso que tiene que ver más con la suerte que con el mérito y la capacidad).
Si de verdad nos creemos que el profesor es la pieza fundamental del sistema y que de él depende en gran medida la calidad de la educación, su formación y selección deberían tomarse algo más en serio. Hoy en día se sientan en las aulas de las facultades de educación ocho veces más personas de las que luego van a poder trabajar. Ello supone un volumen de gasto en profesores, materiales e infraestructuras del que en sus cuatro quintas partes no van a servir para lo que se había destinado. Cuando un alumno o alumna comienza su recorrido en el primer curso, inicia una carrera de obstáculos condicionada por la sobrepoblación y regida por el azar. Una parte importantísima de la formación son las prácticas; pero como hay tantos alumnos su reparto en los diversos colegios se hace por sorteo, y lo mismo les toca un buen profesional que otro que es un desastre, o caen en un colegio que funciona muy bien o en otro que lo hace muy mal. Culminar los estudios es el obstáculo menor, pero su formación es tan precaria que prácticamente todos necesitan un preparador específico para poder opositar con expectativas de éxito.
Mas con el título sólo no se llega. ¡Son tantos los que acuden y tan pocos los que se eligen! Previamente han de tener cursitos y servicios. Estos últimos son muy determinantes y se van a acumulando poco a poco. Tras algunos años en los que se evoluciona desde cubrir unas sustituciones esporádicas a ocupar puestos que duran trimestres e incluso un curso entero, ya se está en condiciones de superar la última criba: las oposiciones. Sólo unos pocos pasan y muchos se quedan en el camino. Mas aquellos que sí lo hacen ya han entrado en el paraíso. Son fijos, con trabajo continuo y asegurado, con un sueldo para toda la vida. No les ha sido nada fácil llegar hasta aquí y se han erigido en los vencedores de ese proceso de selección natural que culmina con la conversión en funcionario. Y en este momento, cuando son casi inamovibles, llega el instante de demostrar si valen para el oficio o no. ¿No hubiera sido mejor que este contraste lo hubieran tenido antes? El que llega a este estadio entiende que el mérito de haber obtenido la plaza radica en su constancia, en su paciencia, en su aguante de años y en su peregrinar por escuelas y pueblos. Lo que menos importancia ha tenido ha sido su idoneidad para el trabajo que se le encomienda y su competencia a la hora de ejercerlo.
Con extender la formación a tantos tampoco se le hace un gran favor a los que se quedan en el camino. Se sienten frustrados, piensan que los años universitarios de formación no les han servido para nada, y desarrollan su trabajo con el remusgo latente de dedicarse a algo inferior a lo que por su formación merecen.
¿Cuál es la alternativa? Hacer primero el casting. No sólo elegir entre los mejores currículos académicos, sino también escoger a las personas que presumiblemente (y hoy en día existen unas magníficas herramientas de selección de personal) más cualidades apunten para la docencia. Como serán pocos los necesarios, constituirán un grupo restringido y muy motivado. No harán falta tantos profesores para formarlos, por lo que también aquí, al reducir el número, se mejorará la calidad de los mismos. Las prácticas las podrán hacer con los mejores maestros y en los colegios más relevantes. Con todo el dinero que se ahorra habrá suficiente para los intercambios y visitas a lugares de excelencia, para alcanzar una especialización real y no nominal, etc. Y tras ello, les esperará, sin incertidumbres ni intervención del azar, el puesto de trabajo para el que tan concienzudamente han sido preparados.
Un buen maestro es un tesoro. No sé cómo lo hace, pero con él desaparecen los problemas de aprendizaje, las discalculias, las dislexias y los déficits derivados de la baja extracción social de los alumnos. Fomentar a estos profesionales no es difícil. Basta algo de decisión política, inteligencia y el empleo del sentido común: dedicar a los que van a trabajar en la escuela los dineros que se gastan en los que nunca van a pisarla.
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