Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
DE POCO UN TODO
YO quisiera escribir un gran artículo tanto o más como a usted le gustaría leerlo. Que tratase, además, de algún asunto de trascendencia. Lo procuro siempre y en todos los terrenos, en la forma y en el fondo, pero se consigue cuándo, me pregunto angustiado; y hay ocasiones, como ésta, en que no me dejan ni coger el sitio. La vida a veces sale de chiqueros burriciega, resabiada, con muy malas ideas. Y a ver quién le cuaja entonces una faena en los medios.
Siempre tengo -pero hay días en que se agolpan- facturas que pagar, gestiones superpuestas, noticias deprimentes, reuniones, citas, cuadros que colgar, clases que preparar, exámenes que poner, que recoger, que corregir, coches que llevar al taller, técnicos de lavadoras que llamar, humedades en la escalera, goteras en el baño, atascos en la terraza, bombillas fundidas, comida que calentar, disgustos que digerir, compras que hacer, cartas por responder, perros que pasear, pececillos de colores que alimentar, y, además, de pronto, huy, este artículo que pensar, escribir, afinar, reescribir y enviar sobre qué, contra quién, para cuándo… Bueno, para cuándo, sí: para antes de dos horas.
¿Y a mí qué me importa?, podría espetarme usted. Y desde luego todo eso va en el sueldo y debe quedarse entre líneas. Pero en días como éstos, recuerdo lo que le pasó a mi posible pariente Isidoro Máiquez. El actor, aclamadísimo intérprete de Hamlet, retratado por Goya, hombre ilustrado, era un gran aficionado, dicho sea con perdón, a la fiesta nacional. En una corrida le gritó a Pedro Romero: "¡Arrímate, hombre!", que no es algo muy original que digamos. El torero se revolvió como un miura, y dirigiéndose al actor le recordó: "Señor Miquis, que aquí se muere de veras".
No sé si tiquismiquis vendrá de aquella puntillosidad taurina de Isidoro Máiquez, pero uno, a pesar de la sangre, toma partido por Pedro Romero, por la cuenta que le trae. En la literatura también se muere de veras. Y aunque a uno le gustaría arrimarse hasta el pañuelo y el suspiro, hay tardes en que la vida pega tales derrotes que no queda más remedio que dar un paso atrás y andarse con tiento.
Lo ideal, por supuesto, sería poderle. Incluir en el lance también las facturas, las citas y los horarios desbocados, y acompasarlos todos en el son sereno de una verónica eterna. Hacer que humillen hasta formar parte de una faena perfecta, la faena de mi vida, como se dice y es lo suyo. Pero hoy discúlpenme el gesto descompuesto: se me enganchó el capote en uno de los cuernos. Si salvamos el revolcón y salimos por nuestro propio pie, podemos darnos con un canto en los dientes.
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