La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
DE POCO UN TODO
LA Semana Santa es la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, pero todos -nada más ordinario que el ansia de originalidad- nos apuntamos al enfoque insólito. Que si se trata de un resabio de celebraciones paganas, que si la fiesta de la primavera, que si la exacerbación del culto a la muerte o al amor o a la juventud. Y me parece bien, porque lo cortés no quita lo valiente, y tal vez el cristianismo preserve, como defendía Chesterton, lo mejor del paganismo.
Yo echaré también mi cuarto a espadas: la Semana Santa es la consagración del callejero. Lo digo sin mucha fe (la guardo para la pasión, muerte y resurrección), pero convencido de que en ninguna otra fiesta se vive cada esquina del casco urbano con tanta intensidad. La feria tiene su Real, o sea, su recinto. El carnaval se disfruta en algunas plazas, arriba y abajo, aunque lo suyo es el teatro. Los puentes se hacen excursiones. En vacaciones, turismo. Y la Navidad es la fiesta por excelencia del cuarto de estar.
Los días laborables, por su parte, nos han alejado mucho de las calles. Las ciudades crecen por desparramadas urbanizaciones, quizá como otro síntoma de la pérdida generalizada de un centro, y por destartalados polígonos. De un lugar a otro vamos en coche, y cada vez hay más zonas que no se pisan. Se compra en las afueras, en las grandes superficies. La rutina nos retiene en las redes de unos itinerarios cotidianos idénticos.
Pero llega el Domingo de Ramos y las hermandades se derraman durante una semana por todo el callejero en busca de las esquinas más intrincadas y los barrios más hondos, gravitando siempre alrededor de un centro recuperado. El público las espera con mucha paciencia. Que viene bien, porque hay que estar tres cuartos de hora parado ante una fachada cualquiera para que ésta revele, poco a poco, su personalidad.
Y que nos sobre tiempo, además, para contemplar el cielo enmarcado por los edificios, y los juegos de luz. Llaman lubricán al crepúsculo, porque no se distingue entonces, dicen, entre un lobo y un perro. Con más conocimiento de causa, los de ciudad, al cielo del atardecer, podríamos llamarlo golonciélago, pues se cruzan en él y se confunden las golondrinas y los murciélagos.
Las calles se transfiguran. Un callejón ínfimo, donde en condiciones normales da miedo andar, lo cruzaba ayer, entre una multitud extasiada, envuelta en una nube de incienso, sobre las luces estremecidas (y entre mecidas) de los cirios, con la música de Pasan los campanilleros, bajo una lluvia de pétalos de rosa, una Virgen resplandeciente. Aquel callejón no se había visto en otra.
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