Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
De poco un todo
Hoy empieza el tiempo litúrgico de la felicidad. Esto no significa que en otras épocas tengamos los cristianos que estar taciturnos, que nunca. El resto del año la alegría hay que construirla, sin cerrar los ojos a los males y a la desgracia, sobre esta bienaventuranza consoladora: "Dichosos los que lloran". Ahora tampoco cerramos los ojos, pero los tenemos deslumbrados, y toca sí o sí -como un redoble de tambor- el verso de Borges: "Felices los felices". La resurrección no es para menos. Todo tiene remedio menos la muerte, se nos ha dicho, y resulta que la muerte también lo tiene. ¿Cómo no vamos a exultar?
Fe aparte, hay que reconocer que la Iglesia, con sus ritos y fiestas, cada cual con sus colores y su ánimo y sus textos específicos, y todo sincronizado con las estaciones del año, es mucho más polifónica que la postmodernidad y su chunga-chunga machaconamente binario de días laborables y fines de semana. Que haya un tiempo para la felicidad implica, de paso, una enseñanza sutil: la alegría depende de nosotros.
Para saberlo -y actuar en consecuencia- no hace falta ser cristiano. El poeta Javier Almuzara lo tiene clarísimo: "La alegría se aprende, no es un don/ sino una disciplina". Y Andrés Neuman ha escrito de ella con tono de manifiesto artístico: "Tengo la convicción de que, en su sentido más profundo, la alegría no pertenece al mundo anímico sino a un orden estético. […] Me gusta pensar en la alegría como categoría moral, como centro motor de las actividades humanas, incluso como razón de ser del pensamiento. Creo que el vitalismo -quiero existir aquí ahora- es una de nuestras pocas obligaciones irrenunciables. No ser leales a esa obligación significaría menospreciar la fortuna, nunca del todo merecida, de poder participar de la realidad".
Recibir la realidad como un regalo inmerecido es el secreto a voces de la felicidad. Nadie lo ha repetido tanto ni con tanta gracia como Chesterton, cuyo vitalismo comenzaba desde antes de nacer (léase su poema "By the baby unborn" en mi blog "Rayos y truenos") y no acababa jamás (léase el jovial "The skeleton"). Con otros límites, el vitalismo también es la clave para entender las obras de autores menos o nada confesionales, como Wislawa Szymborska o José Luis García Martín. La primera ha exclamado: "Un árbol que crece y el murmullo de sus hojas: con eso tengo más que suficiente". Y el segundo no deja de maravillarse ni un solo día ante todo lo que le pasa o imagina. Hace bien. Sus diarios son catálogos de satisfacciones.
La costumbre del deslumbramiento o La disciplina de la gratitud serían buenos títulos para el libro sobre la felicidad que no vale la pena que escriba. Otros, con más conocimiento de causa, lo han hecho por mí. El pintor Ramón Gaya, cuyos cuadros son una alegría para siempre, murió diciendo: "Gracias". Imposible decir más ni mejor. El final (que no es final) perfecto.
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