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DE POCO UN TODO
COMO el sagaz lector habrá adivinado, voy a hablar de mí. Es más, voy a salir del armario, aunque el asombrado lector se lleve las manos a la cabeza: "¡Pero, ¿cómo cupo?!". Vengo a confesar que de vez en cuando juego al Gordo de la Primitiva, a la Bonoloto y al Euromillones. Lo había ocultado hasta ahora, haciendo las apuestas en administraciones lejanas de mi casa de forma vergonzante.
"No hay para tanto", pensará algún lector, aunque no será entonces el sagaz de antes, porque ése habría adivinado a bote pronto mis motivos. Apostar a esos juegos donde uno sólo trata de llevarse millones de euros, que, traducidos al español, son miles de millones de pesetas, tiene una dosis de avaricia bastante basta. Y vasta: que sea una extendida costumbre nacional, que la crisis multiplica, por desgracia, no deja de ser otro signo de los tiempos.
Y eso no es lo peor. Echar la Primitiva supone reconocer públicamente que uno no está satisfecho, que sueña con cambiar de vida. Aunque no es exactamente mi caso: yo estoy muy satisfecho con mi vida, al menos durante las vacaciones. Aspiro a mantenerla. Pero por muchas justificaciones que nos demos, jugar implica reconocer que hay algo que no funciona como un reloj.
Algo que el juego empeora, encima. Las apuestas nos empobrecen de una forma virtual, pero abrumadora e inmediata. No por el dinero que nos gastamos en ellas, que podríamos echar en una hucha, y más nos valdría, aunque tampoco nos sacaría de sufrida clase media, sino por los castillos en el aire que nos montamos. Quevedo, de haber visto esta proliferación con sus ojos miopes, no habría callado su perspicaz advertencia senequista: "Quitar codicia, no añadir dinero/ hace ricos los hombres, Casimiro;/ puedes arder en púrpura de Tiro/ y no alcanzar descanso verdadero". Las bonolotos hacen exactamente lo contrario de lo que propone Quevedo: añaden fabulosas codicias y nos quitan un poco de dinero de la cartera. Lo grave son las codicias: uno imagina lo que haría si le tocase el premio y son cosas estupendas, pero luego salen los números agraciados, y no son los tuyos, y todo cae al suelo, sobre ti, aplastándote. Acaba uno sintiéndose un desgraciado.
Y no hay para tanto: tenemos motivos de sobra (sí, he escrito "de sobra") para estar felices y agradecidos. "Si tienes tan claro que jugar es pobretería y locura, déjalo o no lo confieses", podría aconsejarme algún lector. A lo que el lector o la lectora sagaz replicarían de inmediato: "Ya que no le toca el Gordo, deja que el pobre hombre se gane al menos el sueldo de este artículo gracias a la Primitiva". Pues eso. Más no le voy a sacar.
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