Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
De poco un todo
Urge revisar el tópico que identifica los regalos de Navidad con un consumismo desbocado que, encubierto en los buenos sentimientos del momento, se dedica a lo suyo, adulterando el verdadero espíritu de las fiestas. Pero no: los regalos son parte fundamental de las navidades hasta el punto de que la misma Navidad es, en sí misma, el regalo por antonomasia. Tenemos el resto del año para meternos con el consumismo sin parar, que también se consume, y con menos fuste.
Los regalos navideños consiguen vestir de luces y de villancicos los centros, tanto comerciales como de nuestros pueblos y ciudades. Los escaparates, como franquicias de la estrella de Navidad, se encienden nada más comenzar el Adviento y nos anuncian a todo vatio los grandes días que vienen. ¡Bien por ellos, tan apostólicos! Gracias al marketing, también suenan en todos los rincones los villancicos tradicionales, arre, arre, arre.
Las compras, además, no serán masivas este año. Ya pueden ser blancas las navidades, porque sin blanca serán, seguro. A cambio, con la crisis, las compras escasas resultarán mucho más necesarias. No sólo por caridad con los comerciantes, que se la merecen. Serán necesarias, sobre todo, porque se ha comprado mucho menos a lo largo del año. Esta vez no habrá que romperse tanto la cabeza ni exprimir la imaginación para dar con un regalo ilusionante. Son muchas las cosas de las que nos hemos privado. Este año los Reyes serán más magos y más felices.
El sentido cristiano de las compras y de las luces y músicas que las anuncian no se limita sólo a las fechas en que suceden ni a lo que simbolizan. Hacer regalos es negarse a uno mismo para servir al prójimo o a la prójima. Negarse, a veces, hasta extremos heroicos o, mejor dicho, martiriales. Una tarde de ocio y paz, que cada vez son menos, de lectura apacible, por ejemplo, se convierte en un laberinto de tiendas en busca de unos regalos que a uno, además, no han de gustarle especialmente, porque a quien tienen que gustar es a otra persona. Luego, si ha habido suerte, uno carga como un camello con las bolsas. A eso hay que sumar siempre el miedo (bastante fundado) a no acertar.
En realidad, esta costumbre de regalarnos en Navidad, tan tontamente criticada por el tópico, hunde sus raíces en la historia. La tradición quiere que los pastores hicieran regalos suculentos al Niño Jesús, tales como quesos, jamones y, sin ninguna duda, pan y vino. Consta que los Magos, que disponían de recursos para ser más espléndidos, le llevaron al Niño unos ricos presentes, concretamente oro, incienso y mirra, guardados en cofres que suponemos preciosos. Hacemos bien, por tanto, y este año más que nunca, en sumarnos a tan sana costumbre antiquísima. Aunque ahora nos toque padecer las inclemencias y las incertidumbres de un camino que serpentea por las desconcertantes tiendas. ¡Ya vienen los Reyes, por los comerciales!
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