Con la venia
Fernando Santiago
Quitapelusas
De poco un todo
UNA de las penitencias del poeta es escuchar a menudo esta pregunta: "¿Y para cuándo escribes un libro, hombre?" Replicar que has publicado ya cuatro poemarios es perder el tiempo. Libros son novelas. Lo otro, rarezas y desperdicio de papel.
Lo he llevado hasta ahora con resignación ejemplar… porque no tengo otro remedio. Se escribe por necesidad perentoria y nadie elige su género. Los narradores que más admiro cuentan cómo a ellos se les han impuesto los personajes o el argumento de una historia hasta verse impelidos a ponerla por escrito. Yo les creo al pie de la letra, porque con mis poemas me ocurrió lo mismo, aunque jamás sentí ese impulso hacia ninguna narración. Escribir sin él es, sin duda, desperdiciar papel.
Sin embargo, últimamente se me aparecen mis parientes. Padezco, de un tiempo a esta parte, una pena difusa pero constante de que se vayan hundiendo lentamente en el olvido mis abuelos y mis tíos abuelos y otros familiares que quise tanto y que mi hija no conocerá. Hay quien tiene un gran interés en su árbol genealógico, y me parece muy respetable. Pero a mí ya me valdría con salvar a aquellos que sí conocí y de los que guardo recuerdos muy vivos. Si cada generación hiciese sus deberes, iría creciendo naturalmente un árbol genealógico lleno de hojas y de vida y de fresca sombra y no sólo las ramas mondas, lirondas y retrospectivas de los árboles invernales.
Si me resisto, es porque la de la narración es una más de las gracias que no quiso darme el cielo, y porque me pregunto a quién le podrían interesar las explicaciones de mi tía Dolores, que, a pesar de su belleza deslumbrante y de su preciosa voz al piano (nos decía), se quedó soltera. O de mi tía Consuelo, monja carmelita, a cada visita más traslúcida y con los ojillos más azules. O de mi tío Pepe, que tenía un Mercedes y le multaron por circular demasiado lento para constante regocijo de los demás parientes, propietarios por entonces de seiscientos, como mucho. Cierto que algunos de los libros que más me gustan son recuerdos de familia, como los de Amos Oz, Natalia Ginzburg o Marisa Madieri, pero a ellos sí quiso el cielo darles la gracia narrativa.
Durante las Navidades, y hoy más, que es el día de la sagrada familia, noto unos insistentes tirones del abrigo que me piden que escriba esas historias pequeñas que juntas forman una saga familiar como cualquier otra, pero nuestra. Quizá cundiera el ejemplo, y mis nietos me salvaran a mí y a otros escribiendo a su vez sus recuerdos; y otros escribieran las historias de sus familiares, y el pasado acabara ejerciendo sobre todos nosotros su influencia dulce y benéfica. "Podrías además", me susurran mis parientes al oído, conociéndome como si me hubiesen parido, "podrías decir por fin a la gente que has escrito un libro". Pero no me siento capaz, lo siento. ¿Me excusará ante ellos, aunque sea un poco, este artículo?
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