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SI sumamos mi romántico interés por los títulos nobiliarios, tan característico de la clase media, con mi amor a los libros, se entiende que me haya llamado especialmente la atención el marquesado a Vargas Llosa. El de Del Bosque también, por venir del deporte rey, que nos afecta a todos. Me alegro por ellos y por nosotros, a los que han prestado grandes servicios; aunque me asaltan algunas inquietudes, una de forma, otra de fondo, y la última, política.
De forma: tendrían que haberles dado títulos más originales, ¿no? Marqués o Mario, Vargas Llosa ya es Vargas Llosa. Yo hubiese aprovechado uno de sus propios títulos para darle un título, haciendo valer la homonimia. Marqués de Casa Verde, por ejemplo, es bastante más eufónico y significativo. Y para Vicente del Bosque, Conde del Doble Pivote.
Por otra parte, habíamos creído, ingenuos, que los títulos premiaban el mérito. Pero premian el premio. Se concede el marquesado al que se llevó el Nobel, y no tanto al escritor de famosas novelas ni al peruano que ha defendido a España como no se atreve a hacerlo casi ningún peninsular. La prueba salta a la vista: se ha esperado al Nobel para marquesizar a Vargas Llosa, siendo sus libros o su defensa de España méritos más que suficientes para que la Corona le hubiese otorgado ya el título hace años, cuando en Estocolmo se hacían los suecos. Pero, ¿de qué me extraño? Los condados los ganaban los que ganaban una batalla, nunca el que la perdía con honor. O el que remataba pingües negocios, jamás el honesto tendero. Así gira el mundo, suspiramos, desengañados, mientras nuestro ingenuo romanticismo se desvanece un tanto a cada nueva vuelta de tuerca.
El mismo pudor que embarga a los nuevos nobles es una buena prueba de lo que mantengo. "No han dejado de lloverme premios", confiesa un abrumado Del Bosque, y añade que su principal título será siempre el de mister. Ojo al dato, porque ahí es justamente donde reside su mérito. Por dentro oirá el murmullo de la melancolía: sabe que de no entrar un gol o de entrar, sí, pero en la portería de Casillas, la sequía de reconocimientos sería impresionante. Vargas Llosa, más redicho, ha dicho que él es plebeyo y lo será toda su vida. Ninguno de los dos dejará de estar orgulloso de sus logros, como es lógico, pues son para estarlo, pero este palpable azoramiento, que les honra, responde al descarado culto al éxito.
Los títulos a la larga se justifican porque son un compendio de la historia más gloriosa de España, y una reserva de tradiciones, mantenidas dentro de la institución familiar, y suponen un deber de ejemplaridad ante el conjunto de la sociedad. ¿Les suena esto bastante anacrónico? A mí también, por desgracia; y ésa es mi inquietud política. Para una aristocracia de papel couché, nos ahorramos el teatro, y nos resignamos a una jet de celuloide y televisiva, que es, por otra parte, la que se impone.
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