La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
NO ha sido lo menor que ha hecho el cristianismo por sus fieles convencernos de que no busquemos la felicidad en esta tierra. Como la dicha se pierde cuando se busca, creer que la encontraremos más tarde y más allá es el modo de que aparezca a nuestro lado como quien no quiere la cosa. No es por capricho que la palabra "felicidad" empiece por la "fe". Ni que lleve escondido, y en francés para disimular más, el "içi", o sea, el aquí. Ni tampoco que acabe con este mandamiento: "Dad". En entregarse a los demás, sin buscarse a uno mismo, radica el secreto para encontrarla aquí y ahora.
Esto lo escribí hace poco y me quedé tan contento. Pero cabe dentro de lo posible que algunos de mis lectores no tengan fe con la que empezar a deletrear su felicidad, y también tienen que construírsela. O que otros tengan la fe, pero no la -licidad. Uno de los momentos más necesarios de la novela Retorno a Brideshead es cuando Sebastian explica que él, que no tiene fe, o eso cree, es bastante feliz, como su hermana Cordelia, que la tiene firme como una roca. Los otros hermanos son infelices, aunque uno, Bridey, es muy creyente, y otra, Celia, no. "La felicidad parece que no tiene que ver con la religión", concluye.
Y como a mí me interesa mucho la felicidad de mis lectores, creyentes o no, voy a proponer un pequeño método laico, porque lo cortés no quita lo valiente ni los grandes planteamientos las útiles estrategias. Tengo comprobado por experiencia propia y por la poesía de la experiencia que deseamos lo que no tenemos. Sobre el particular han escrito extraordinarios poemas Felipe Benítez Reyes y Miguel d'Ors. El corazón late de un lado a otro, y siempre apunta hacia adonde no está.
Mi sencilla propuesta consiste en que el corazón de un pequeño saltito, como el que dábamos en la mili para coger el paso. Así conseguiríamos que nuestros deseos fuesen al unísono con la realidad. Qué tontería soñar con la soledad en un sarao si sabemos que al encontrarnos solos añoraremos la ruidosa compañía. Pues, plim: el saltito (que consiste en recordar este mecanismo psicológico), y a disfrutar el jaleo con las ansias de si estuviésemos solos; o la soledad, oh, con el regodeo de cuando uno la añora en medio del Carnaval.
El método funciona, pero no siempre, aviso. Si existiese una fórmula infalible, la felicidad terminaría por cansarnos. Su dificultad contribuye a su encanto. Se podría intentar, incluso, disfrutar la infelicidad recordando que aún en los momentos más dichosos falta algo. Otro experimentado poeta de la experiencia, Luis Alberto de Cuenca, exclama: "No quiero ser feliz. Estoy enfermo/ de haberlo sido tanto". Yo, en los peores momentos, prefiero echarme a escribir enseguida, recordando esta cita de Lec: "Tenía al pájaro de la felicidad bien agarrado por la cola, pero se me escapó, dejándome en la mano la pluma con que escribo". Es una frase feliz.
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