La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
La tribuna
S OY fumador, aunque un poco especial. Desde hace muchos años, mi cuerpo y el tabaco han llegado a un pacto en el que todos ganan y pierden algo: sigo fumando, pero sólo seis cigarritos al día. Así voy desde hace mucho tiempo. Muchos amigos ex fumadores dicen que les doy envidia. En realidad, son ellos los que me dan envidia a mí.
Como Mark Twain, considero bastante sencillo dejar de fumar. No llego hasta el extremo, como el gran novelista afirmaba, de creer que Dios hizo primero al hombre, luego a la mujer, y como vio que se aburrían creó el tabaco. Sí, es muy fácil porque lo he debido de hacer más de cuarenta veces. Como aquél que tropezó con la verdad, pero se rehízo y siguió adelante, también regresé al vicio. Y volví a él en ocasiones de la manera más absurda: pensando en que sólo me fumaría uno, sin darme cuenta de que pegado a él había detrás cientos y cientos más. Fumar poco, como yo hago, es condenarse a no dejarlo nunca. Es como el que, sabiendo que tenía que amputarle el rabo a su perro, le cortaba cada vez un cachito. Es mejor perder la esperanza.
Comprendo el mono del no fumador, pero la mayor ansiedad por no fumar la tiene el que fuma mucho. Siempre está pendiente de que acabe la reunión, el cine, el acto al que asiste, para volver a fumar. Y eso que apenas hacía una hora que lo había hecho. En mi pueblo, el señor Antonio, que había dejado de fumar a los 40 años, volvió al hábito cuando cumplió 83. El médico y su familia le dijeron que por qué había hecho eso. Él contestó: "He aguantado lo que he podido, pero ya no resisto más".
A mí me parece de perlas la nueva ley que restringe la puñetera costumbre de fumar. Está muy bien que en las ciudades de España se haga lo mismo que en las de Francia, Inglaterra, Italia, Alemania, etcétera. Hagan una lista de los países a los que nos pareceríamos si siguiéramos con la legislación anterior. Si uno va a un bar a ver un partido de fútbol, la nueva norma le va a suponer ahorrarse la inhalación de entre seis u ocho cigarrillos (y eso si la emoción no se dispara). La visita al restaurante se convierte en el disfrute de lo que se come, y no en el trámite de comer deprisa para llegar al momento de fumar. Y no es verdad que se pase mal. El fumador que sufre no es el que no fuma, sino el que no fuma cuando ve que otros sí lo hacen. Si no fuma nadie, hasta se le olvida a uno.
No comprendo la reacción exagerada del dueño del restaurante que han tenido que multar y cerrar. Creo que esa explosión de santa ira se merece una causa mejor. Debe ser un hombre que no lee el periódico ni ve los telediarios. Porque si responde de forma tan desaforada porque no se pueda fumar momentáneamente, qué no hará cuando se entere de las injusticias que se cometen por ahí. O -me echo a temblar sólo de pensarlo- cómo se pondrá cuando lo que le ocurra tenga como consecuencia el menoscabo de su honor. Dios nos libre de estar a su lado.
Fumar, aunque sea ocasionalmente, y ser inspector de educación tiene sus inconvenientes. Una vez, tras una reunión con padres, a la salida del colegio encendí un cigarrillo. Una de las madres asistentes me vio y me dijo: "¿Es usted inspector y tiene que fumar?" Le contesté: "Señora, no se puede usted hacer idea de las muchas cosas peores que se tienen que hacer en esta profesión". Pese a todo, aconsejo siempre que se deje de fumar. No cuesta nada y es de los pocos empeños en que si se fracasa no se empeora respecto a la situación anterior. Algo así decía Platón cuando recomendaba a todos que se casaran: si sale bien, serás feliz, y si no, tendrás materia suficiente para convertirte en un filósofo. Posturas como la de Churchill son de otra época y responden a un distinto ámbito de valores, además de que este hombre poseía una salud de hierro. Decía: "Mi regla de vida prescribe como un rito absolutamente sagrado fumar cigarros y beber alcohol antes, después y si es necesario durante las comidas y en los intervalos entre ellas".
En fin, que aquí ando trampeando con el tabaco, esperando que ocurra algo fuera de lo normal para tener una excusa que me permita saltarme el rigor del cupo autoimpuesto, y concibiendo el tiempo como eso que pasa entre cigarro y cigarro. Cuento, trampeo, me engaño a mí mismo. El placer que proporciona es escaso. Es más agradable, cuando se empieza a sentir frío, ponerse un jersey que fumarse un cigarrillo. ¿Cómo acabaré si sigo así? Pienso si al final no me pasará como a ese señor que iba a la farmacia y pedía un preservativo. El farmacéutico le advertía que venían en cajas de diez. La compraba, la abría allí mismo, guardaba uno en el bolsillo y dejaba sobre el mostrador la caja abierta con el resto . Cuando tal acción la repitió varias veces con intervalos de días, el farmacéutico le preguntó por las razones de tan extraña conducta. El cliente le contestó lacónicamente: "Es que me estoy quitando".
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