La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
SIN contemplaciones, Emil Cioran divide a la gente entre los que han comprendido y los que no. El número de los primeros es irrisorio, añade. Y en él apenas se encuentran personas que no hayan padecido la experiencia fundamental del fracaso. No dice Cioran qué es lo que han comprendido, pero uno, al verlo asociado al desastre, deduce que se trata del funcionamiento de la vida o, mejor dicho, de la tramoya del gran teatro del mundo, que dijera Calderón de la Barca, dramaturgo de una época donde se atisbaba el clamoroso declive del imperio español y, por tanto, donde era muchísimo más fácil comprender.
El fracaso como revelador del mecanismo inhumano del mundo es una ley general que se aplica igualmente, ay, a nuestras vidas; pero el caso Gadafi es paradigmático. Y presenta la ventaja de que nos permite desengañarnos en cabeza ajena y, mejor aún, en cabeza que ha hecho méritos sobrados para su caída estrepitosa. Estrictamente hablando, Gadafi no está muerto, sino matando, pero es, como ha certificado el Kremlin con frialdad siberiana, "un cadáver político". Y, en consecuencia y según prescribe el políticamente incorrecto refrán, se han apresurado todos a ver quién le da la mayor lanzada. Los primeros, nuestros estirados mandatarios políticos occidentales que hasta hace nada se mataban por darle la mano, por fotografiarse con él, por acudir a sus citas, por invitarle a sus cumbres bilaterales, por reírle las jaimas y por bailarle, más que el agua, el gas y el petróleo. El panorama resulta tan impúdico como ilustrativo.
Hay que reconocer al locuaz Hugo Chávez cierta hidalguía quijotesca y romántica al recordar a grito pelado su vieja amistad con el sátrapa y no negarlo. En cambio, no tienen una actitud muy gallarda, que digamos, la Interpol con su repentina orden de busca y captura, los bancos suizos, congelando las cuentas del dictador a las primeras de cambio, la justicia española, que ha bloqueado la finca malagueña de Gadafi a toda prisa, o la escuela de negocio que expulsa a su hijo en cuanto se acaba el negocio. ¡Qué lección de la escuela!
No vengo a defender a Gadafi. Sólo sostengo que se tenían que haber hecho todas estas dignas protestas democráticas y a favor de los derechos humanos y las libertades -que tanto nos conmueven- mucho antes, cuando era un líder estratégico. Ahora y tan a bote pronto, estos hermosos gestos dan mucha grima. Sí nos sirven para que comprendamos, melancólicos y desengañados, lo que viene después del fracaso. Y también para entender por qué Gadafi y los demás dictadores se aferran tan desesperadamente al poder: es su único parapeto ante el abismo. Mientras no lo suelten, todo serán adulaciones. En cuanto se les escape, les espera el desprecio unánime y, acto seguido, las persecuciones de los tribunales internacionales. Persecuciones muy merecidas, sí, pero con un retraso bastante sospechoso, ¿no?
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