La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
la tribuna
PARA la existencia de una sociedad sana, que no sea sólo una suma de individuos, es preciso el ejercicio de la autoridad y sólidas convicciones. El origen de esa variará según el modelo que la primera adopte. En una sociedad democrática su legitimidad proviene de la que la ciudadanía le confiere. En cualquier caso, su ejercicio es imprescindible para que la convivencia no se malogre, a pesar de las tensiones inevitables, y la justicia se reponga cuando fuere vulnerada.
Sin embargo, me llama la atención las dificultades que hoy existen para hacer uso de este recurso obvio, que nadie debiera interpretar como antiliberal o fascista. Autoridad no es igual que autoritarismo.
En realidad nunca fue tarea fácil para quien tiene la obligación y la necesidad de ejercerla: su uso suele generar incomprensión. Puede molestar a quien siente su descarga sobre él, aunque sea justificadamente. Por eso llega a crear enemigos. Rara vez suele reconocerse su necesidad, salvo cuando se trata de aplicársela a otros. Y, si se pasara lo más mínimo, por muy razonable que fuese su uso, crearía rechazo. Aquellos que otrora la reclamaban la criticarán ahora tildándola de injusta o desmedida. Resulta casi siempre difícil, aunque se deba, encontrar en su ejercicio el justo equilibrio. Al fin al cabo depende de seres humanos.
Hoy el problema se ha agudizado. No porque la autoridad sea más dura que antaño; no, por supuesto, porque no venga legitimada, sino por la inhibición de muchos a quienes toca aplicarla y el rechazo social hacia la parte menos grata de sus efectos. Así, cuando parece inevitable su uso, se busca un disfraz. No obstante, la contrapartida del ejercicio y disfrute del poder y del cargo, el "peso de la púrpura", consiste en el uso responsable de la autoridad. Y hay quienes desean tener puestos importantes, sin asumir la soledad de la toma de decisiones o la posibilidad de la incomprensión. Hoy, por ello, se pastelea y se consiente tanto. O se mira de soslayo. Actitudes estas que afectan a todo tipo de ámbitos profesionales y de responsabilidades: jueces, profesores, maestros, padres, políticos, sacerdotes, etc. ¿Qué es lo que sucede?
A mi entender, a los compromisos y sinsabores tradicionales, propios del ejercicio de la autoridad, se unen ahora otros factores más específicos de nuestro tiempo, cuya fuerza minadora y coercitiva se viene acrecentando en las últimas décadas.
Uno muy importante es la preocupación por la imagen. Vivimos en la sociedad del espectáculo. Los afectados son legión. El político por temor a la pérdida de popularidad; los padres porque desean ser guays; el profesor por no tener una mala evaluación de sus alumnos ni enfrentarse a los progenitores de estos; el director, presidente o jefe para evitar una imagen de severidad o la división entre los miembros de su grupo, y así sucesivamente.
Es claro que hoy no nos interesa tanto el valor en sí de lo que debe defenderse, cuanto su percepción por los demás. O lo que es igual, se mira antes el grado de aceptación social del acto que los principios de verdad, justicia o bien común que se deban de preservar con él. Y mal que nos pese, si bien somos capaces de clamar contra abusos o injusticias hirientes, preferimos una autoridad débil, apenas ejerciente; una autoridad que, de actuar, lo haga sin hacer ruido.
En el fondo de este comportamiento tan paradójico late una falta grande de convicciones y de seguridad moral. Más vale no mover nada con tal de que no nos cree problemas y dé la sensación, aunque la realidad no se corresponda, de que se mantiene la concordia. Por ello, las contradicciones y los malos usos se perpetúan con los subsiguientes costos de salud ética y social. Las tensiones se conjuran de manera ficticia.
En el debilitamiento de la autoridad tiene su parte asimismo la confusión, hoy moneda corriente, entre tolerancia y consentimiento, relativismo y libertad. Probablemente sea que la sombra de la duda es alargada. ¿Sobre qué comportamientos debe descargar su peso la autoridad? ¿Acaso el "todo vale" no ha alcanzado ya carta de ciudadanía? Suele, por tanto, practicarse más la dejación de autoridad que su ejercicio; salvo cuando puedo ser yo el beneficiario del mismo.
La autoridad puede provocar respuesta y, a veces, conflicto; la relajación no repara los abusos ni las injusticias, pero crea una falsa sensación de respeto hacia la libertad. Al tiempo, las convicciones se resquebrajan y quienes se entregan con sacrificio a la defensa de la verdad, la justicia o el bien común carecen de vigor ante la presión del medio. No se halla en la autoridad responsable la fuerza coercitiva y reparadora necesaria que los proteja. Y todo, finalmente, se queda inmerso en una gran nebulosa moral, en un tremendo pasteleo. O en un hacer la vista gorda para no pecar de intolerante.
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