El cura al que los caciques llamaban rojo
Antonio Troya (San Fernando, 1927)
"Fui un niño muy protegido. A los 11 años entré en la escuela de aprendices de San Carlos. Un día dije en casa que quería ser cura. Fue una tragedia, mis padres no querían. En el seminario salíamos a pasear en fila, el ambiente era bueno pero muy duro. Cuando acabé, el obispo no quería ordenarme. Tardó tres años en ceder. La Guardia Civil iba a oír mis sermones. Los caciques decían que yo era comunista".
Antonio Troya tuvo que lidiar con dos enormes obstáculos para cumplir su deseo de ser sacerdote. El primero se lo puso su padre. Antonio tenía 15 años de edad cuando un día llegó a su casa, en La Isla, y anunció que quería ser cura, que quería entrar en el seminario. Aquello fue una tragedia. La familia tenía rechazo a la religión, un cura en la casa era como una mancha. Su padre le respondió con un reto que era una negativa rotunda. Se echó al suelo y le dijo: para ser cura tendrás que pasar por encima de mi.
Se echó al suelo... simbólicamente, le apunto cuando me lo está contando. "No, no: se tiró al suelo de verdad".
Antonio era un joven muy respetuoso con sus mayores. Hablamos de principios de los años cuarenta del siglo pasado, no era algo extraordinario. De modo que el chaval se aquietó, ni se le ocurrió saltar por encima de su padre ni de sus deseos. No lo tenía fácil: su madre tampoco lo apoyaba. Ni siquiera su abuela. Pero no se rindió. Ideó una estratagema: durante un tiempo fingió inapetencia, casi dejó de comer. No tengo ganas, no tengo ganas... La familia comenzó a preocuparse. Antonio comía pero muy poco. Este niño o va al seminario o se muere, acabó por decretar su madre. El padre cedió y Antonio ingresó en el seminario, en Cádiz. Así superó el primer escollo.
El segundo gran obstáculo para llegar a ser sacerdote se lo puso a Antonio, años después, el obispo don Tomás Gutiérrez Díaz. Antonio había terminado su carrera hacia el sacerdocio, había permanecido nueve años en el Seminario de Cádiz y otros cuatro en Salamanca, estudiando la licenciatura de Teología. Pese a ello, el obispo dijo que no lo ordenaba. Antonio dice que fue todo muy extraño, que había un informe, pero nada con fundamento; no sabe bien qué ocurrió. Al principio le sentó muy mal pero luego lo llevó "con mucha felicidad porque el Señor estaba muy cerca". Optó por aguantar; se quedó allí, en el seminario, como profesor de matemáticas. Pasaron tres años hasta que el obispo claudicó. En 1958, Antonio se ordenó sacerdote. Su padre había muerto un año antes.
Para entonces, la familia de Antonio había cambiado su actitud. A medida que avanzaron los años en el seminario, su padre y su madre se mostraban encantados con él, el anticlericalismo quedó arrumbado. Incluso un tío suyo al que recuerda hablando "sobre la República y los sindicatos" con su padre, cuando él era un niño, se mostraba contento con que fuese cura.
Esas conversaciones entre su padre y su tío son casi el único retazo que Antonio guarda en la memoria de los intensos primeros años treinta. Antonio nació en San Fernando a finales de 1927. Su padre era tipógrafo y trabajaba en la factoría San Carlos. Su madre cosía para una empresa que hacía uniformes para los soldados de Infantería de Marina. Antonio dice que acudía con su padre a un sindicato y que allí había un cartel: "Hoy por ti, mañana por mí". Pero ni siquiera sabe decir si su padre era republicano. Apenas conserva el recuerdo de las charlas de su padre y su tío y, eso sí, que él las escuchaba entusiasmado.
Sí recuerda con claridad que fue un niño muy protegido, mucho, y que eso le pasó factura. Primero iba al colegio de doña Ana. Le gustaba mucho estudiar. No lo dejaban salir y eso favorecía el estudio. Luego, a los 11 años, entró en la escuela de aprendices de San Carlos. Fue entonces cuando vio con asombro que él no sabía nada y que todo el mundo sabía todo. Lo pasó muy mal. "Fue un shock muy gordo. Gracias a que me ayudó un amigo, Arturo Rosales, que me protegió mucho. Yo no estaba preparado para aquello. Es como si te tienen en una habitación muy calentita y te sacan al frío del invierno. Congelado me quedé. Después lo superé, pero no fue fácil. Hay que cuidar a los niños de otra manera. Mis padres me querían muchísimo y yo los quería muchísimo, pero...".
En la escuela de aprendices estuvo cuatro años. Estudió ajuste, torno y delineación. Y muchas matemáticas que más adelante le sirvieron para impartir clase en el seminario. Un día, de pronto, le llamó la fe. Por mucho que busca, Antonio no encuentra nada que estimulase esa vocación, no halla la chispa que le mostró el camino: no hay un sermón, no hay un cura al que el joven admirase... Ese paso fue de un día para otro, dice Antonio, y él respondió con muchísima fuerza porque entonces él era "capaz de todo".
Por eso logró sortear la oposición familiar y se vio en el seminario, en Cádiz, en un ambiente "muy duro pero muy bueno". Salvo en las vacaciones de verano, los seminaristas no salían para nada. Bueno, sí. A pasear, en fila, los jueves y los domingos. Vestidos de cura, por supuesto. A veces se acercaban a Puerta Tierra y jugaban al fútbol. Un intrépido grupo de andarines caminaba en ocasiones hasta La Isla. A paso ligero. Llegaban al Carmen y regresaban. Los días transcurrían envueltos en una rutina que comenzaba temprano, a las seis y media de la mañana. Los jóvenes iban a la iglesia, hacían la oración, después la misa, luego el desayuno y a clase y a estudiar. Por la tarde rezaban el rosario juntos. La comida era pésima. "Mala, malísima. Unos garbanzos cocidos, sin aceite, unos cachuchos hervidos...". Antonio se reúne de vez en cuando con antiguos seminaristas y se queda admirado: dice que entonces todos protestaban mucho pero que ahora todos, hasta los que no querían ser curas, tienen un recuerdo gratísimo de aquellos tiempos, volverían a vivir aquellos años. "Hay uno que dice: yo, si pudiera, volvería a entrar en el seminario y volvía a salirme".
Hacia 1951, Antonio se fue a Salamanca. El obispo no quería, pero el vicerrector del seminario se empeñó en que estudiase Teología y lo consiguió. En Salamanca pasó mucho frío pero se encontró con una ciudad maravillosa. Tenía muchos amigos, le gustaban mucho los estudios. Y no se vivía allí el ambiente estricto del seminario de Cádiz. No había la cerrazón que marcaba don Tomás. Que fue precisamente quien después, cuando Antonio regresó a Cádiz, se negó a ordenarlo. Era un hombre muy duro don Tomás. Antonio se despedía de él cada vez que volvía a Salamanca tras unas vacaciones. Una vez iba vestido con un traje gris claro, con corbata. El obispo se escandalizó. Antonio imita su manera de hablar: "Usted, seminarista, y con ese traje...".
De vuelta a Cádiz, superado el trance de los tres años bajo el peso de la negativa del obispo, Antonio fue ordenado sacerdote y enviado a su primer destino, a Algeciras. Pero sólo permaneció allí cuatro meses. En cuanto comenzó el curso, lo reclamaron del seminario para seguir dando clase de matemáticas. Tuvo que esperar hasta 1966, y con otro obispo, para ejercer de párroco. Fue Añoveros quien lo envió a San Mateo de Tarifa. Y fue también él quien cuatro años después le propuso iniciar en Puerto Real un proyecto experimental: llevar en ese pueblo un equipo de curas sin división de parroquias. "Añoveros tenía capacidad para estar cerca de todo, y para defender todo lo que le parecía a él bueno".
El cambio de destino era muy interesante pero llegó en un momento poco oportuno. En Tarifa se produjo una riada tremenda, hubo muchos damnificados. Antonio se ofreció al alcalde y desde la parroquia organizó con unos chavales la distribución de la ayuda que llegaba al municipio. Aquello le proporcionó un ambiente muy bueno para seguir adelante, pero Añoveros se empeñó en mandarlo a Puerto Real y allá que se fue. Comenzaba la década de los setenta.
Así llegó Antonio al pueblo en el que permaneció quince años y en el que vivió dos cambios: el de la Iglesia, con el Concilio, y el del país, con el final de la dictadura franquista y el inicio de la actual democracia. Antonio no pasó inadvertido en esa época de mudanzas. En Tarifa, el gobernador militar de Algeciras era su enemigo acérrimo. No le gustaban nada sus homilías ni su manera de conducirse en la parroquia. En Puerto Real no fue mejor. La Guardia Civil acudía a oír sus sermones y las denuncias se sucedían. La última vez que Antonio recuerda haber comparecido en el Juzgado fue por pedir al obispo que no llevasen a Franco bajo palio, por opinar que eso era un escándalo.
Antonio dice que la gente le respondió muy bien en Puerto Real, que tiene allí muchos amigos y lo quieren mucho. Pero los problemas fueron muchos. Antonio se propuso que las cofradías eligiesen a sus cargos pero los mandamases no estaban por la labor. "Había un caciquismo en aquel tiempo que era una cosa horrible. Todo estaba controlado. Conseguí al final que la gente votara, que eligiesen a los hermanos mayores. Pero me costó mucho. Los caciques decían que yo era un cura rojo, un cura comunista".
Tras Añoveros, que era para Antonio "el gran obispo", llegó Antonio Dorado, que era "más inteligente". Dorado no entendió lo de la parroquia única en Puerto Real y dio por finalizado el proyecto. En 1985, Antonio pensó que su tiempo en Puerto Real había terminado, entre otras cosas porque consideraba que un cura no debía eternizarse en un lugar. Se fue a Medina. Le ilusionaba ese pueblo porque un cura le había escrito cartas en las que pedía ayuda: allí, decía, había muchos pobres. Luego resultó que la realidad era otra. "Había pobres, sí, que merodeaban mucho por la parroquia, pero tampoco era la cosa como me la había pintado a mí el cura".
En Medina estuvo Antonio trece años. Los recuerda como una época sin grandes problemas, dedicado a la parroquia, a la predicación. Todo más sereno. El único conflicto surgió entre dos coros, uno parroquial y otro que se formó en el pueblo. Se creó una frontera, hubo un follón increíble. "Tanto, que me dije: me voy de aquí. Me ofrecieron Barbate y acepté. Por cinco años. Ya tenía yo 70 y con el obispo Ceballos era muy obligatorio jubilarse a los 75 años. Aunque luego a él parece que no le gustó mucho que lo jubilaran".
En Barbate, Antonio acabó presidiendo una plataforma por el futuro del pueblo. Pero no era muy eficaz. Antonio dice que estaban en la asociación todos los partidos y que con los partidos no se puede trabajar. Ilustra esa opinión con una anécdota: querían lograr una mejora para un colegio y una mujer de un partido dijo que si se hacía eso se apuntarían un tanto los de IU. "Me dejó planchado. Lo que importaba era si IU se anotaba un tanto, no que los niños tuviesen un buen colegio".
Jubilado, Antonio se instaló en una vivienda en Cádiz, junto a la iglesia de Santo Tomás, donde oficia misa algunos días. No es su única actividad. Los jueves, por ejemplo, forma parte de un grupo de Cáritas Puerto Real que visita a los sin techo en Cádiz. Les llevan bocadillos, café con leche, bizcocho que hace una señora, calcetines... Es un problema complejísimo el de los sin techo, me explica luego, finalizado el recorrido por su vida. Mientras charlamos de la crisis, de Tarancón, del franquismo, Antonio se muestra como un cura que sigue pensando como pensaba en los setenta: que la Iglesia debe ser "la voz de los que no tienen voz".
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