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A veces un libro es mucho más de lo que parece. Puede ser, como afirma la escritora norteamericana Rebecca Solnit, "un corazón que palpita en el pecho del otro". Un libro así, lo es porque está compuesto con un paisaje, un olor, un recuerdo, una historia que nos ha acompañado desde siempre o que desde que lo descubrimos ya nunca se nos ha borrado de la memoria y del corazón. Todo esto lo digo por culpa, claro, de un libro que palpita porque está escrito desde el corazón, es decir: desde la infancia, desde la identidad, desde el descubrimiento, desde la luz, desde la memoria, desde los sueños. Es un libro colectivo y nuestro: "De Torre a Torre, historias de la playa de La Barrosa" (Navarro Editorial). El Círculo de Autores, al amparo de la Librería Navarro, vuelve -volvemos- a publicar un libro, el quinto, de "relatos literarios de raíz histórica". Pero esta vez con La Barrosa como paisaje, como escenario en el que concurren dieciséis autores y que se presentará el próximo jueves (19,00 horas) en el Centro de Interpretación del Vino y la Sal. Era un libro que, como dice Miguel García, el editor, "había que escribir".
Entre la Torre del Puerco y la Torre Bermeja transcurren estos dieciséis relatos que atraviesan más de dos mil años de perplejidad -y, también, de olvido- ante un verdadero paraíso. Es lo que siente Hércules, "el héroe griego que tuvo que desplazarse a Hispania, en las islas Gadeiras, en la Costa de Gades, para recuperar la esfinge del toro de Creta robada por las Medudas", según la recreación mitológica que hace Antonio Belizón en el relato que inaugura estas "historias de la Playa de La Barrosa". Entre sus dunas, Eufrasio Jiménez se transforma en un niño que otea el pasado y descubre el Templo de Herakles-Melkart, el significado de lo sagrado y de la amistad, rodeados de soldados romanos, con César, Balbo y Gades como paisaje de fondo. En esa misma orilla, siglos después, en julio de 1697, las olas arrojan una leyenda que Jesús Antonio Serrano rescribe con herramientas de la novela picaresca pero también con la gubia del escultor Tomás Badillo, con "la soledad, el dolor y la resignación" de su Cristo de la Humildad y Paciencia.
El siglo XIX es quien arroja las extraordinarias pinceladas con las que José Antonio Ureba rehace la vida y la muerte de Jean Philippe Lasserre, oficial del 9º Regimiento de Infantería de la "Grande Armée", que cayó el cinco de marzo de 1811 en La Barrosa. Lasserre recibe una descarga de metralla en el combate de la Cabeza del Puerco y Ureba, con su prosa "minuciosa y detenida, narrativa y precisa, concisa y elegante", como describe la pintura de Louis François Lejeune, lo coloca en el famoso cuadro con el que el "pintor de Batallas" recreó la batalla de Chiclana. Poco más de un siglo más tarde, un matrimonio de británicos, doña Violeta Buck y William Hutton Riddell, pintor y ornitólogo, compran una finca de veinte hectáreas en el pinar de Galindo -gran parte de lo que conocemos hoy como la Primera Pista- y construyen una casa de recreo que llaman "Villa Violeta". La historia de ambos y de "Villa Violeta", a donde venían desde el castillo de Arcos, su residencia habitual, es realmente desconocida. He intentado reconstruirla con infinitas aportaciones, deudas y agradecimientos.
Con ellos comienzan el siglo XX, que es el gran siglo de La Barrosa como objeto de devoción turística. Y en el que José Luis Aragón Panés se encierra en un búnker a pie de playa acabada la Guerra Civil y vigila -como su personaje- la propia historia de la playa y, de paso, da la alarma contra todas las guerras. La cronología recorre, desde el verano de 1945, cinco relatos en los que confluyen el inmenso poder evocador, nostálgico, sentimental de lo que podríamos llamar el "descubrimiento" de la playa durante la infancia. Y que nos traslada a una Chiclana -y una Barrosa- de perenne recuerdo y que ya no existe, porque está construida de retazos del niño que fuimos, de voces familiares y de olas de la memoria. Para Abel R. Misa, es nada menos que "la playa de mis sueños". Tomás Gutier recuerda "el silencio" infinito en un paisaje crepuscular. Carlos Cañizares reconstruye la vívida herencia del coto San José. Paco Montiel se adentra en "las rocas de Torre Bermeja" entre pasajes con ecos infantiles y memoria colectiva. Pepe Verdugo rehace su "inolvidable paseo" en el que, por primera vez, se adentró en el mar.
Vivencias que huelen a arena y salitre, en unos casos biográficas, en otras recreadas desde la ficción, en la que se convoca -y no deja de ser curioso- una unánime conciencia de pérdida. Más tardía, ya en los años 90, sitúa Paco López un texto que cabalga entre la ciencia ficción, la crónica periodística y esa idea de "paraíso perdido". Ese guiño al género fantástico pone un colofón sorprendente también en los cuatro últimos relatos -los más contemporáneos- que firman Hermindo Miguel Piñeiro, Raquel Sánchez, Ángela Francisca B. de Fhabër y José Luis Ramos con un innegable amor -incluso celoso- a la playa de La Barrosa, como transpira todo este libro escrito al latido del corazón. Solo falta ahora que palpite en el lector.
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