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La mayor desgracia para un misionero es que se hable de él. Porque solo nos acordamos de ellos -de todos los que entregan su vida al próximo allá donde se les necesite- cuando mueren. Porque cuando muere un misionero lo hace envuelto en tragedia. Tragedia que suele ser heroica, porque su vida, su entrega a los demás, su testimonio, también lo es. Es lo que nos sucede con Pedro Manuel Salado de Alba, el hermano Pedro. Pedro, sencillamente, para Pilar, esa madre que tanto lo echa en falta, para la calle Francisco Ignacio en la que nació, en el Barrio Nuevo donde creció siempre con su guitarra y su timidez. Pedro, únicamente, en el colegio del Castillo y en aquel movimiento catecumenal que se llamó Jena -siglas que mostraban abiertamente a Jesús de Nazaret- y que el hermano Diego Apresa creó en el colegio La Salle con las puertas abiertas para quien quisiera entrar.
Pedro, también, en el coro de la Iglesia Mayor, en el que se mostraba transparente y humilde. Pedro, por supuesto, en el instituto Poeta García Gutiérrez, en el que siempre estaba dispuesto a ayudar y a convencer con sus pocas palabras y sus muchos ejemplos. Pedro, sobre todo, en el Hogar de Nazaret, a donde acudía a cantar, a jugar, a hacer feliz a los niños más necesitados. "Era un niño muy humilde, con poco se conformaba y cuando veía que algún otro niño necesitaba algo que él tenía se lo daba". Es como lo recuerda su madre, Pilar, que desde hace cinco años, desde que Pedro murió en la playa de Atacames, en Ecuador, lleva la cruz de madera con la que se dejó la vida salvado a siete niños de las aguas furiosas del Pacífico.
"Me gustaría que se le recordara como una persona, una persona que lo que ha hecho por los demás muy poca gente está dispuesta a hacerlo en su vida", dice Pilar. "Era humilde, sencillo, caritativo, de espiritualidad profunda, alegre, siempre atendiendo a los niños", lo recuerda el padre Cristóbal, que estuvo a su lado el Hogar de Nazaret de Quinindé, la ciudad donde Pedro llevaba destinado desde 1999. Desde hace cinco años, desde aquel 5 de febrero de 2012 en el que murió ahogado y exhausto sobre la playa después de rescatar a Ashly, a Zairo, a Alejandro, a Selena, a Alberto, a Jairo, a Elkin, a los niños que le llamaban "Papi Pedro", el recuerdo de Pedro Salado lo ocupa su muerte. "Murió como vivió, dando su vida por los demás", añade Pilar a la puerta de San Telmo, donde acude cada día al recuerdo de Pedro y en cuyo tablón se ve una estampa de Pedro y sus niños, de ese Pedro mártir que desde el Hogar de Nazaret se va a promover para su beatificación.
Pero el ejemplo de Pedro, del Pedro hijo -el tercero de seis hermanos-, del Pedro chiclanero, del Pedro católico, incluso del Pedro que profesaba en la Familia Eclesial del Hogar de Nazaret, del Pedro que recuerdan todos quienes le conocieron, estaba en su vida. En su sencillez, en su bondad, en su desapego a todo lo material y su entrega absoluta al próximo. Era así desde niño y así fue su entrega a la fe desde que con 19 años dejó Chiclana para ingresar en el noviciado del Hogar de Nazaret en Córdoba. En esa humildad que profesaba con una sencilla confesión: "Yo solo sé tocar la guitarra". Todo el que le conoció le recuerda exactamente como lo hace su madre: "Y qué bien tocaba la guitarra -señala Pilar-. Pero lo tenía claro desde muy pronto, su vida era la entrega a los niños, a los demás, a Dios. No fui nunca a Ecuador, pero allí lo quería mucho". A Pedro todos los querían mucho. En todas partes.
"Apocado, sin muchas palabras, honesto, sencillo, apenas se dejaba notar. Pero lo dejaba todo para ayudar a quien lo necesitara". Ese es el testimonio que da todo aquel a quien se le pregunta. Unánime y sencillo. En Chiclana, en Córdoba y en Quinindé. Desde hoy -desde esta tarde a las seis- a Pedro, con dos niños a su lado, sencillo y en vaqueros, con su cruz al pecho, nos lo encontraremos en bronce en la Plaza de Jesús Nazareno, en una talla del escultor José Antonio Barberá: "No lo conocí, pero para mí es un héroe. Es indudablemente un orgullo tener la oportunidad de modelar y expresar mediante la escultura a un héroe". Cuando pasemos por su lado, podremos fijarnos en esa cara alegre que siempre tenía Pedro, feliz de estar con sus niños y darle una mejor vida, pero a la vez, si nos fijamos, veremos ese recelo que todo padre siente a estar con sus hijos, el recelo que mana de querer protegerlos, de la angustia de qué será de ellos. El recelo que aprendió de Pilar, su madre. Amor, sencillamente.
Es el mejor testimonio del hombre que le dio su vida a los niños. Quizás es más necesario que nos quedemos con esa vida: con su humildad, con su entrega, con su oración, con su silencio. Con el ejemplo del hombre nos basta. A los santos los vemos como inalcanzables, pero el verdadero ejemplo lo dan quienes nunca sintieron que hacían nada extraordinario. Pedro era así: vivió como sentía que debía hacerlo, para él era lo natural, lo normal, lo necesario. No le habrían gustado ni monumentos, ni medallas, ni beatificaciones, ni artículos. Pero está de nuevo entre las calles de Chiclana, cerca del Nazareno, para que no miremos hacia otro lado.
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