Juan Carlos Rodríguez

Aquella feliz Navidad de la infancia

Laurel y rosas

Es un tiempo infinito en que se suceden los días sin comprender muy bien porqué

24 de diciembre 2017 - 02:02

Una Navidad más, una nueva oportunidad para reencontrarnos con el niño que fuimos. La infancia recobrada e inocente. Aquel niño que correteaba cuesta abajo -lo veo ahora mismo- por el Cabezo y cruzaba la Plaza Mayor hasta Obispo Rancés, la calle del Matadero que aún decía -y dice- mi padre.

Ahí vivían mis abuelos, Juan Rodríguez y Rafaela Sigüenza. Y allí tenían, nada más cruzar el soportal, el corral con las gallinas y aquella mula blanca que mi abuelo persistía en montar para ir y volver de la viña. Era ya el único. No recuerdo a ningún otro, sino solamente aquellas Mobylettes que con su cerón en el portante eran parte ineludible del paisaje rural y vitivinícola que aún era aquella Chiclana. En aquel corral, imaginaba por entonces que iba a nacer el Niño-Dios y me preocupaba porque faltaba el buey.

Y esperaba esas mañanas, recuerdo, a Juan el Lechero, cuando subía con sus jarras con la leche fresca, para pedirle una vaca porque iba a nacer el Niño-Dios. En mi casa no se ponía Belén, bastaba con un adusto árbol de Navidad y un Jesús Infante que mi madre colocaba en su cuna después de la Misa del Gallo. El Belén lo imaginaba en el corralón de mi abuela Rafaela, donde había un pesebre y sobraba la paja, y también esa fuente, con su abrevadero, que los hermanitos de La Salle decían que no podía faltar en ningún Nacimiento. Y por supuesto el pozo. Las estrellas no hacía falta buscarlas, porque aquel corral, que rememoro inmensamente grande, tenía solo algunas partes techadas para las bestias y el resto era cielo, era luna y era estrellas.

Esas Navidades todavía las recuerdo como un niño que vivía en la eternidad. En la infancia no existe las horas, ni los relojes.

Es un tiempo infinito, en el que se suceden los días sin comprender muy bien por qué. Lo que sabía -lo poco que sabía entonces- es que con las vacaciones de Navidad vendría la fiesta, la alegre reunión de primos y tías, que concelebrábamos con mis abuelos, esta vez maternos: Paquita Ragel y Sebastián Rodríguez. En aquella casa de la calle La Gavia, que ya se debía llamar Churruca pero que la memoria sigue asociándola a aquel tiempo de luz, de familia y de villancico.

No recuerdo ni qué se comía ni siquiera qué se bebía -el aroma dulce del anís, sí que lo huelo- , pero escucho los villancicos que mis tías cantaban una y otra vez, celebrando que la Virgen se está peinando entre cortina y cortina o que la Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más. Lúgubre sin duda para esa noche en la que nace la Luz. Y que el niño que fuimos no entendía, pero que hoy explica perfectamente esta conmemoración en la que los contrarios (Luz-Oscuridad, Cielo-Tierra, Divinidad-Humanidad, Nacimiento-Muerte) se unen y complementan como mensaje de Amor.

O aquellos peces en el río que bebían, sin saberlo entonces, del río de la vida, del Niño-Dios que nace y que parecía -y así lo pensaba entonces- incomprensible. Explica uno de los villancicos más absurdos, aparentemente, de nuestro folclore. "En ese río de la vida vive el crismón, el pez por excelencia que es Jesús. Al cual nos aproximamos los demás peces, los cristianos.

Ya comenzamos a entender: Pero mira como beben los peces en el río. Y beben y beben. Y vuelven a beber. Jesús nos invita permanentemente a beber del agua de la vida. Es maravilloso", explica el coleccionista y belenista Antonio Basanta. Tampoco comprendía aún esa herencia que en los villancicos aún llevan el rastro preconciliar -tres siglos imbricados en la tradición previa al Concilio de Trento- y que elige a San José como mofa y escarnio para contraponerlo al misterio de la Encarnación. Porque hay costumbres, incluso profanas, que son eternas como la infancia. Aquella, por ejemplo, que ya describió Fernán Caballero en "La Gaviota" (1849): "No sucede nada malo en una casa si se sahúma con romero la noche de Navidad".

Esta noche que aún sabe a tortas y moscatel, resuena con panderetas y con el fuego -el amor- de la familia y el Niño Dios, recrea la nostalgia y la felicidad. "Diciembre es un niño/ que nace y tiembla", escribió Gloria Fuertes. Sin duda, el espíritu navideño es como lo define el poeta arcense Pedro Sevilla: "Puede ser una oportunidad tan estupenda como otra cualquiera de desembarazarnos, al menos por unos días, de todas las máscaras que la vida puso en nuestros rostros de niños, de volver a ser y volver a creer en lo maravilloso e imposible".

En aquello que otro poeta, el Rodolfo de "La Bohème" canta también el día de Navidad: "En sueños, en quimeras/ y castillos en el aire/ mi alma es millonaria". Y así se renueva año a año la Esperanza -la ilusión, sin duda- que simboliza el Niño-Dios que todas las navidades renace. Y nosotros con él.

Feliz Navidad y un 2018, como afirma el poeta Antonio Colinas, "lleno de lo mejor, de esos símbolos que a veces tendemos a ver como tópicos, pero sin los cuales (creo) los seres humanos no podrían vivir: la salud, el amor, la amistad, lo sagrado, el trabajo, la poesía...".

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