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Hasta la vetusta Salamanca, desde donde esto escribo, llegan los ecos en torno a la posible desaparición del edificio de la Aduana de Cádiz. Para un profesional de la Historia del Arte, la noticia, claro está, no deja de producirle cierta inquietud, inquietud quizá no muy diferente a la que este mismo hecho puede provocar en cualquier aficionado al arte o a cualquier ciudadano concienciado de la importancia de la preservación y difusión de nuestro Patrimonio. Ahora bien, debo decir que en mi caso la intranquilidad referida tiene un matiz añadido, motivado por el futuro incierto de una pequeña gran joya custodiada en este emblemático edificio. Se trata del magno mural que preside el patio de dicha institución, obra ejecutada por el insigne Eduardo Santonja Rosales (Madrid, 1899-1966), reconocido pintor al que desde hace algún tiempo vengo dedicando mis investigaciones.
Pertenece Eduardo Santonja a una importante saga de artistas, encabezada por su abuelo, Eduardo Rosales, máximo exponente del romanticismo español y uno de nuestros pintores más internacionales durante el siglo XIX.
Además del ámbito familiar, Santonja inició su formación en la Escuela Superior de Pintura, Escultura y Grabado de Madrid, así se conocía entonces a la Escuela de San Fernando, obteniendo destacados reconocimientos, como el pensionado para estudiar en la Escuela de paisajistas de El Paular. Sin embargo, desde muy pronto, Eduardo Santonja despuntó como gran dibujante, efectuando múltiples ilustraciones para diferentes revistas y rotativos como ABC o La Esfera, amén de su actividad como cartelista, ahí está el que sirvió para anunciar la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1932 o el del célebre baile de máscaras del Círculo de Bellas Artes de 1936. Sus dibujos e ilustraciones eran punta de lanza de la modernidad española de aquel momento, insertándose su estética en lo que se ha denominado como Art Deco. Dicho mérito fue reconocido precisamente con la concesión de una medalla en 1925 en la Exposición Internacional de Artes Decorativas de París
Si bien es verdad que su clara vinculación con la causa republicana durante la Guerra Civil provocó el silencio de su nombre en los años cuarenta, no menos cierto es que una década más tarde sus cualidades para la pintura no pudieron estar ocultas por más tiempo, hallando especial fortuna en el desarrollo de la pintura mural. Diferentes instituciones demandaron su buen hacer para decorar los nuevos edificios que por entonces se estaban construyendo.
Precisamente es en esta serie donde se inscribe la efectuada para la Aduana de Cádiz, una de sus obras más destacadas. Como en otros ejemplos de la serie, Santonja realizaba la pintura sobre un gran lienzo que luego adhería la pared. Desde el punto de vista formal, esta creación presenta claros débitos de progenie cubista, algo habitual en los muralistas de aquel momento, recordemos en este sentido a Ramón Soltz y en general la herencia de Vázquez Díaz, pero también hay que mencionar la importante base que el dibujo decó había tenido en la trayectoria de Santonja.
Como su propio nombre indica, la pintura mural es consustancial a un espacio murario, arquitectónico en este caso, por tanto para entender y admirar este óleo en toda su dimensionalidad es inseparable del contexto para el que fue concebido. Eduardo Santonja tuvo en cuenta en su ejecución los diferentes puntos de vista, la perspectiva, y, en definitiva, la conjunción de los distintos elementos tectónicos y espaciales que la rodean y por los que también se expande esta composición. Arquitectura y pintura conforman, por ende, una sola obra, la desaparición de cualquiera de estas dos creaciones artísticas o su separación supondría cercenar el sentido primigenio con el que fueron concebidas.
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