Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
Su propio afán
Dios es el mejor, pero no el único que escribe derecho con renglones torcidos. Si no llega a ser porque el arroz me cayó como una bomba, no se me habría ocurrido esta columna. Era un arroz del señorito y lo primero que descubrí en mi insomnio es que el nombre no responde a criterios clasistas, sino estrictamente cronológicos. La leyenda cuenta que se llama "arroz del señorito" porque trae todo el marisco pelado para que el comensal no se moleste ni se manche, pero es por la edad. Si se es un señor, cuando no se es joven, sienta fatal, sobre todo acompañado de alioli.
Iba, pues, a ponerme a reflexionar sobre las malas compañías, cuando, rememorando con remordimiento el refrigerio, recordé un suceso y varió el curso de mi digresión. Se trataba de una comida familiar y no habíamos servido todos los platos y ya le había echado yo una bronca a mi hijo y mi hermano al suyo. Totalmente motivadas, por supuesto. Pero a algún sector de familia (la tía María, siempre del bando de los sobrinos) le parecía que aquello había empezado de una forma demasiado sobresaltada. "¡Qué estrés! ¡A ver si reestablecemos el buen rollo, que estamos en una reunión familiar, de celebración!", dijo ella, haciéndonos chantaje emocional, porque celebrábamos su cumpleaños.
Pero ahí estaba el quid. Si no se educa en la familia, ¿dónde, eh? Vale que en las reuniones familiares es mejor que impere la paz y la armonía, la buena onda y tal, pero no como un principio ni al principio, sino como una conclusión y una consecuencia. El buen rollo está sobrevalorado, sobre todo si, con su búsqueda a toda costa, terminamos haciendo oídos sordos a lo que hay que corregir pronto (mejor antes, incluso, de servir los platos). También tiene una cosa gráfica el buen rollo: debe ser circular y fluir por todas las partes por igual. El buen rollo unilateral es una raya, un rollo macabeo.
La comida terminó estupendamente o, por lo menos, eso pensábamos cuando tomábamos el delicioso tocino de cielo de mi cuñada, antes de que, por la noche, el arroz volviese a susurrarme: "Aquí estoy yo y tú ya no eres un señorito". Pero la comida en sí terminó con un rollo buenísimo. Mi sobrino y mi hijo no parecían nada traumatizados y hasta su tía María había olvidado la tensión. Lo bueno de educar en familia es que el amor, como el tocino de cielo, endulza todo. Lo bueno del rollo, cuando es bueno, es que vuelve, porque se enrolla.
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