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El progresismo tiene una admiración latente y constante hacia el islam. Dejemos fuera esos pocos casos patológicos que disculpan o minimizan el terrorismo islamista. Centrémonos en las buenas personas progresistas que aprecian más a los musulmanes, y no por seres humanos, como todos, por supuesto, sino por sus concretas cultura y religión. A ningún observador imparcial escapa tal querencia, sobre todo si se contrasta con la impaciencia hacia la Iglesia Católica, a la que se dedican con casi exclusividad la blasfemia artística, el pensamiento crítico, la libertad de expresión (digamos) y las perfomances rompedoras. Y no es sólo una cuestión de religiones. Véase, por ejemplo, la diversa intensidad de las críticas al sacrificio de corderos por el Ramadán y a la Fiesta Nacional.
Todos tienen el derecho a preferir lo que gusten, faltaría más. Lo extraño es que, en principio, nada tenían en común progresistas y musulmanes. Últimamente, sin embargo, voy viendo semejanzas, de una manera metafórica, al menos. Sopesemos el gran escándalo que ha producido que algunas periodistas hablen del estilo de vestir, la belleza y la facha de algunas ministras. Yo ni siquiera he leído esos reportajes, porque la moda, como salta a la vista, no entra dentro de mi ámbito de interés, pero choca que, en un país en el que se habla con toda naturalidad de la hermosura o no de Pedro Sánchez, de los abdominales de Aznar, de los políticos más o menos sexys y de la ropa de los nuevos líderes, no pueda hablarse en los mismos términos de las ministras. Al final, huyendo del machismo, vamos a caer en una especie de burka virtual puesto a las mujeres que nos obligue a no verlas en su apariencia externa. Marcando así una diferencia nueva con respecto a los hombres. Es como lo de la paridad, que es, en su versión actual, una paridad asimétrica: nunca jamás más hombres, pero, si hay más mujeres, mejor: más paridad. La impar paridad.
Tal vez el lenguaje inclusivo, al obligar a dividir a los hombres y a las mujeres, ministros y ministras, también esté, sin querer, separándonos, como en una mezquita, unos por un lado y otras por otro. Eso facilita mucho lo de contarlos para la paridad, por cierto; pero tiene un aire mojigato. Los niños con los niños, las niñas con las niñas. En el viejo masculino plural genérico de toda la vida estábamos todos mezclados, gozosa, jovialmente, los chicos con las chicas.
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