La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
El artículo de anteayer de Carmen Oteo era estupendo, como suyo. Recordaba a una fascinante profesora de literatura que tuvo de niña, y sugería que los profesores tendríamos que preocuparnos menos por las reformas educativas y más por desplegar ese carisma que marca al alumno y le hace amar la inteligencia, el conocimiento y la belleza. Cuánta verdad.
Pero, entre los aplausos generales, percibí también algún leve suspiro. Por muy vocacional que sea un profesor, no puede marcar, ay, el futuro de todos sus alumnos. Ni el de la mayoría. Ni el de la mitad. Cumplirá con su destino si marca algunos. Hay un poema de Gerardo Diego titulado "Brindis" con el que celebra su recién sacada plaza de profesor de instituto y donde sueña con que, entre cientos de alumnos como pasarán por sus aulas, habrá uno (¡fíjense que a él le basta uno, y es Gerardo Diego!), uno que será su discípulo. Otros se dormirán en clase, casi todos aprobarán y ya, y alguno le pondrá un alias o mote definitivo. No importa, porque existirá el discípulo.
Mis hermanos y yo fuimos al mismo colegio y todos tenemos un profesor o dos que cambiaron nuestras vidas y a los que recordamos con fervor. Lo maravilloso es que no coinciden entre ellos, aunque todos nos dieron clase a todos. Incluso, con algún favorito de un hermano, los otros no nos entendimos bien. Siempre hay alumnos que protestan del mismo profesor que está entusiasmando a otros. Y alumnos que no, para un profesor; pero que sí, para otros. En realidad, no sobra nadie.
Y todo es igual de educativo, en el fondo. En el trabajo, en el deporte e incluso en el propio grupo de amigos encontramos con quien tenemos una sintonía perfecta y con quien apenas si podemos tocar un concierto desafinado, pero que también hay que tocarlo. Los colegios y las universidades constan de un claustro de profesores no sólo porque ninguna persona puede saber de todo, sino porque esa diversidad humana es una lección en sí, y de las más troncales.
Todo profesor tiene que aspirar, por supuesto, a ser como aquella profesora magnética y seductora que describía Carmen, y cada alumno, a ser como la niña atenta y embrujada que ella supo ser; pero, si con otros alumnos o hacia otros profesores nos toca un papel mucho más gris, es natural. Tenemos la cara de la enseñanza, tan luminosamente descrita por Carmen Oteo, y tenemos la cruz y, juntas, forman la moneda, donde reside el valor.
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