La Rayuela
Lola Quero
Nadal ya no es de este tiempo
Su propio afán
Hace muchos meses que lo avisaron, pero aun así nos ha cogido por sorpresa. Las Hermanitas de los Pobres, que llevaban en El Puerto de Santa María desde 1887, dejan su asilo de ancianos. Se han preocupado mucho todos estos meses silenciosos, según su estilo y su carisma, de asegurar que los ancianos queden perfectamente atendidos. No los van a abandonar.
Nos abandonan, eso sí, a los que, en principio, no las necesitábamos. Pero la pérdida paulatina de conventos y congregaciones en nuestros pueblos y ciudades es una lenta erosión de la cultura cristiana. Las órdenes son focos de vida espiritual que irradian fe, esperanza y caridad a su alrededor. He leído los comentarios a la noticia en el periódico y un denominador común es que la biografía de todos los que escribían estaba imbricada con alguna actividad o acción de las Hermanitas de los Pobres. Yo también tendría lo mío que contar. Cuando pasaba en coche y veía el edificio enorme, no podía dejar de sentir que allí se rezaba y se servía a los pobres con muchísima intensidad. Con cierto quijotismo, yo no veía un asilo sino un castillo de la vida interior, casi de cristal.
Ahora dejaré de verlo.
A menudo, cuando te explican las razones de algo y son razonables e inevitables, uno se consuela. Aquí pasa al revés. Las razones de la marcha de las hermanas son más inquietantes. Ellas no las esconden: la falta de vocaciones y la avanzada edad de las monjitas. O sea, que reincidimos, como el dedo y la sal en la herida, en lo que hablábamos anteayer: el envejecimiento general de la sociedad, que afecta, como en progresión geométrica, también a los que tendrán que cuidar de los ancianos.
El problema de la falta de vocaciones va más allá, incluso, del envejecimiento y de la necesidad operativa de "implementar alternativas", como dicen los políticos. El problema de fondo es que el estatismo y el capitalismo ven en los muy ancianos y desamparados una carga, que, en el mejor de los casos, pueden (y deben) asumir con un mínimo de dignidad. Las monjas, como su propio nombre lleva por bandera, los ven como hermanos. Esto, sin duda, es el vacío más hondo que nos dejan y que tenemos que llenar, como podamos, los demás: la visión (acompañada de obras) del anciano como depositario muy puro de la más alta dignidad del hombre: su condición de hijo de Dios. La falta que nos hacían las hermanitas la vamos a sentir de veras con su falta.
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