Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
Hace tan sólo unas semanas que lo conocí. Fue una mañana de veroño. Bastante calor. Me llamó la atención su forma rectangular, casi cuadrada, frente al orondo mollete con el que estoy acostumbrado a flirtear.
En la venta donde lo probé me dijeron que aquellos ejemplares que comimos con jamón de los de tocino en estado semitransparente y un chorreón de oliva virgen extra eran de Marchena, provincia de Sevilla. Su exterior era ligeramente cucurruíto y su interior casi recordaba a la chapata, a esos panes que tienen más boquetes en la miga que un camino rural.
Desde ese día no pensaba en otra cosa que no fuera en peregrinar hasta Marchena para conocer y entablar amistad con los molletes marcheneros. Fue el pasado sábado. El primer contacto se produjo en la plaza de abastos de la localidad donde se me apareció un ejemplar , mullidito perdío y con un agradable enfoscado de zurrapa blanca en su interior. Era tal el calor que aquel mollete desprendía que la manteca pasaba al estado líquido en segundos, yo creo que completamente ablandada por el pan.
En el mismo establecimiento me dijeron que el mollete soñado se elaboraba a pocas calles de distancia, en el horno de Cantareros, situado en la calle del mismo nombre. Me metieron prisa porque los molletes tenían más demanda que un detergente en oferta y efectivamente cuando llegué me dijeron que no había, que todos los que estaban horneando estaban ya encargados. Los panaderos viendo que yo casi me echaba a llorar del disgusto, accedieron a venderme una docena, para que volviera feliz a Cádiz.
El sitio es de esos que por fuerza tienen que contener algo bueno. El despacho está metido dentro de una casapuerta. Media docena de panaderos, todos de blanco y más limpios que una sotana del Vaticano, amasaban los molletes delante de los clientes. Otro de ellos los metía en un horno de leña donde en poquísimo tiempo se tostaban y se hinchaban. Nada más enfriarse ya eran empaquetados en bolsas de papel porque los clientes esperaban ansiosos, casi con las lonchas de chorizo ya cortadas para metérselas al pan y elevarse a un nirvana molletero. El único detalle tecnológico es una máquina que te cobra los molletes sin que los panaderos tengan que tocar el dinero y así evitar cualquier contaminación de la joya molletera que elaboran.
La familia Reina Corpas sigue haciendo esta obra de orfebrería del molletismo con la misma fórmula que tenían en el siglo XIX cuando comenzaron a elaborarlos. Desde el sábado sueño con una pareja que puede pasar a la historia: el mollete de los hermanos Reina Corpas, ligeramente tostado por fuera, y por dentro dos buenas lonchas de lomo en manteca de Vejer. Yo de ti peregrinaría a Marchena para conocerlos en persona.
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