La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
En sus viejas y recién publicadas por primera vez en español Impresiones irlandesas (1919, pero aquí Ediciones More, 2017) dice Chesterton que su vida ha sido ver como sus bromas absurdas se iban convirtiendo en profecías. Salvando las distancias, algo parecido me ha pasado. Hoy gracias a él.
Suelo contarles a los alumnos que acuden a mi despacho lo que significa su nombre, si lo sé, e incluso quién fue su santo patrón o su patrona. Con frecuencia los adolescentes no tenían ni idea. Algunos sienten una viva curiosidad, y me lo agradecen; a otros les entra una ligera risita, y me la merezco, por metomentodo.
Lo hacía como una pequeña broma y para romper el hielo y como truco mnemotécnico para tratarlos por su nombre la próxima vez que aparecieran por allí; pero el mismo Chesterton en el mismo libro me ha explicado la seriedad de mi broma. Cuenta que el campesino irlandés acostumbraba a no saber ni leer ni escribir su nombre, Miguel, por ejemplo, pero sí sabía que era el capitán de los Arcángeles que derrotó a los demonios con el grito "¿Quién como Dios?", y que se le quedó ese nombre, como advertencia. Un oficinista de Londres que se llamase Miguel podía leer de corrido su nombre y escribirlo con excelente caligrafía, pero, si no supiese qué significa ni por qué, ¿era más sabio que el campesino?
O sea, que soy chestertoniano hasta inconscientemente y profesor por instinto. A todo el que se me pusiese a tiro le daba una clase sobre su nombre. Ahora entiendo mejor a los agradecidos (antes entendía igual a los de la risita) e incluso comprendo esos cartelitos que venden por ahí con un significado diz que etimológico de los nombres, que algo es algo y algunos tienen gracia y son verdad, aunque no toda.
Así que me he venido arriba y voy a permitirme un consejo. Hay que poner a los hijos nombres que tengan cuanta más historia y significado mejor. Desdeñen el capricho, la moda o el afán de originalidad. Inspírense en la etimología y en la mitología o en el santoral y también en la tradición familiar. Porque cuando crezcan, con el nombre, se podrá ofrecer a los niños una buena porción de historias que les atañerán personalmente, darles ("Nomen omen") un pellizco de su destino y, sobre todo, regalarles un sentido, cosas de las que los adolescentes, como su propio nombre indica, adolecen. El nombre propio puede remediarlo un poco y muy bien. Ha de escogerse con propiedad.
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