El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
¡Boom!
Su propio afán
Todos los años escribo un artículo al miércoles de ceniza, a las ferias, a la llegada de los veraneantes, al calentamiento climático del verano, a la macancoa de septiembre, al Halloween, a la Nochebuena, a la Nochevieja y a la mañana de Reyes. Esta vez me voy a saltar el de mi salida procesional.
¿No salí? Salí. En 43 años no he fallado ni una ni la lluvia nos ha dejado en el templo jamás, que tengo hasta curiosidad por experimentar qué se siente. Pero salí, ay, en la pavera, cuidando niños propios y ajenos, con especial incidencia de los que no son una cosa ni otra, sino sobrinos, que fueron los peores, como pide el tópico.
Entre atar cordones, acompañar al baño, dar cosquis (ante el espanto del piadoso público) y, sobre todo, escuchar a unos y otros, se me pasó la Estación de Penitencia con muy poca penitencia. Para mis riñones, sí, pero para mi ascética, no.
No tenía un momento. A unos les dio por casarse con una penitente, que resultaba que, encima, era mi hija, y que no quería. Pero ellos empeñados, y rematando, además, con "ya puedes besar a la novia" bastante inquietante. Corté (he ahí los cosquis -que ahora se entenderán mejor- por lo sano). Más tarde, cuando dije a los cansados que tenían que recargar sus pilas, el más matrimonial de ellos comentó que su pila era su pitito. ¿"Pavera" por la edad del pavo?, pensé, espantado. Pero la criatura tenía 6 años, angelito…
En parte para justificarme, les conté que estaban rezando con su presencia y su figura, acompañando al Señor, mil gracias derramando Él y ellos. A una niña le pareció que rezar sin rezar vulneraba el principio de no contradicción y no daba crédito ni paró ya, peripatética, de preguntarme a cada paso por la lógica inalcanzable del argumento.
Más mundana, otra no se explicaba por qué en la procesión los mayores íbamos con la cara tapada y los niños descubierta y, en las revistas, al contrario. Yo hacía lo que podía.
El ritmo lento de la procesión tenía ventajas. Les permitió fijarse mucho en la luna con sensibilidad de poetas japoneses. Mi hija, a la que ya habían dejado tranquila, entró en una hermosa melancolía porque se estaba perdiendo la puesta de sol. Cuando ve la tele por las tardes, eso ni se le ocurre, y me di cuenta de que las distracciones que provoca la oración y la fe son de mucha más calidad que las que producen las distracciones. Ese pensamiento a mí, en la pavera, me venía al pelo.
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