La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
Su propio afán
Incluso para los que no somos aficionados al fútbol tienen interés los regates a Hacienda de los astros del balón, tan ejemplificantes, si no en un sentido moral, si en el práctico. Ayer hablábamos, a cuenta de la serie El puente, del conflicto cada vez más encarnizado entre legalidad y ética. La cuestión urge, porque casi todo lo que hacemos está sometido a una reglamentación estricta y creciente, y más, si cabe, en lo fiscal.
La solución clásica consistía en reconocer al poder civil un carácter sacro delegado, de modo que había una obligación ética de cumplir sus normas. A cambio, se exigía al poder cierta subordinación, que le molestaba, y una coherencia, que le molestaba aún más, con los principios morales también clásicos, entre los que se contaba no extorsionar al respetable. Hoy por hoy, eso es historia, o Antigua (Grecia y Roma) o medieval (la Cristiandad). Pero, como es la forma más eficaz de obtener la obediencia, se intenta replicar ahora con dos argumentos entrelazados.
Lo primero que se nos expone es que las leyes democráticas, siendo la expresión de la sagrada voluntad popular expresada en las urnas, hay que cumplirlas religiosamente. El argumento encierra cierto contorsionismo. Sustentar la obligación ética de pagar impuestos en un sufragio donde se votan a partidos que prometen bajarlos… y los suben, ¿no es levantar una moral sobre una artimaña?
Otro motivo para la obligatoriedad moral de los impuestos es -aducen- la magnífica labor social que con ellos se hace. Se hace, sí, pero con esos mismos impuestos también se financian la sobredimensionada estructura autonómica, las televisiones públicas, el aborto o la propaganda institucional. Si vamos a usar el gasto como razón moral, tendríamos que contabilizar todos los gastos, según el principio de unidad de caja (moral).
Al final, desprovistas del halo sacro o ético, nuestras leyes no son más que unas reglas del juego, arbitrarias. Si te las saltas, y el árbitro te pilla, te saca una tarjeta amarilla o roja, y ya está. No es extraño que Cristiano, Messi o Neymar, acostumbrados a hacer piscinazos para lograr penaltis o la expulsión del contrario, lo intenten con el Fisco. Si les pillan, ea, al banquillo. Pedir desde el poder, a estas alturas y en vista de las circunstancias, una conducta socrática, una compunción íntima o un indignado reproche social (más allá de la natural envidia) resulta excesivo.
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