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Irlanda ha votado a favor del aborto. Ha caído el último bastión pro-vida de Europa Occidental y un mito celta de resistencia numantina con perfiles de Astérix. Confieso mi desolación. Se devanecen en el aire cuatro o cinco épicas de mi adolescencia. Sin embargo, ya quisiera yo sentir esa misma desolación en España.
Hay quien argumenta que estas cosas suceden por someter a sufragio principios y acciones que, por ser derechos inalienables o, en su caso, crímenes objetivos, no deberían meterse en una urna; que votar si se puede eliminar a un ser humano es lo mismo (pero infinitamente peor) que someter a sufragio si durante la noche sale el sol o no. Todo eso es verdad, pero también es cierto que las cuestiones morales más sagradas han sido dejadas desde Caín (el de Abel) en manos de la voluntad de cualquiera. No resulta, pues, tan extraño que esa misma libertad suprema y esa revuelta posible se ejerzan de forma comunitaria por medio de un sufragio.
En España ni eso. Nos colaron el aborto por la puerta de atrás de una ley y otra ley y unas promesas incumplidas y un Tribunal Constitucional que hizo equilibrios y que ahora se distrae en otras cosas. Ojalá se hubiese votado aquí el aborto o se votase aún. En buena técnica jurídica, tendría que haberse formalizado mediante una reforma constitucional con todas sus garantías, porque el art. 15 de la Constitución sigue rezando: "Todos tienen derecho a la vida". Ya que no conforme al Derecho Natural, podría, al menos, haberse intentado conformar el aborto al Derecho Positivo, aunque desde los juicios de Nuremberg el positivismo no se lo cree nadie y es pan para hoy y hambre para la eternidad.
Pero ¿para qué votar -podría preguntarse usted- si los pro-vida perderíamos de calle? Pues para perder, precisamente; que parece que nadie ha leído El Quijote y que todos ignoran la nobleza que hay en un buen batacazo. Contra el dinero internacional empeñado en imponer esto, contra las superestructuras de una cultura de la muerte, que ha hecho del aborto su sacramento (Femen dixit), contra la ley de la gravedad de mirar egoístamente a otro lado, poder decir al menos con una papeleta "aunque todos, yo no", mientras unos y otros se retratan con su pasividad o sus complicidades o sus intereses.
Habría debate, argumentos, razones… Y a los niños por nacer a los que no podemos salvar la vida les podríamos ofrecer un último esfuerzo inútil.
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