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Ignacio F. Garmendia
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Su propio afán
El ganador de las conversaciones de estos días ha sido… el precio de la luz. De la calefacción, para ser más concretos; de la electricidad, para ser más precisos; de la energía, para ser más técnicos. Junto a una ocasión para el cabreo sordo y para el chiste viral, se nos ha ofrecido un modelo de cómo tendrían que ser nuestras discusiones políticas, un modelo mejorable, sí, pero un modelo.
Porque hemos visto -a tiritones- que decisiones de gobierno que se tomaron allá cuando no hacía tanto frío han puesto al rojo vivo las cuentas de la electricidad. Optamos por apostar por las renovables o repudiar la energía nuclear y nos pareció que hacíamos muy bien y que nos merecíamos un aplauso. Pero aquellas decisiones han acabado teniendo consecuencias que nos gustan menos y nos cuestan más.
Pasa con todo. Cualquier decisión es un conglomerado complejísimo de prejuicios, de principios, de causas, de intereses, de políticas, de consecuencias y de indignaciones. La democracia consiste o debería consistir en escoger qué medida se compadece mejor con nuestras ideas y nuestros propósitos. Lo cual es perfecto, pero, para poder adoptarla de forma responsable, es preciso saber que cada resolución acarreará irremediablemente sus consecuencias. No tiene sentido enfadarse muchísimo con los corolarios de las decisiones que tomamos libremente o que tomaron nuestros representantes públicos con nuestro consentimiento. Donoso Cortés lo dijo con más donosura que cortesía: "Levantamos tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias". No se puede afear algo con más gracia. Nicolás Gómez Dávila fue todavía menos cortés: "Los tontos se indignan tan sólo contra las consecuencias".
Conviene no dar más motivos que los inevitables para que nos llamen tontos. En cualquier debate político, habría que dejar claro, con un esquema si es preciso, antes de lanzarse a la arena de la ideología, cuáles serán las consecuencias económicas, sociales y jurídicas de cada acto. Es verdad que éstas, a veces, también se discuten, pero hay menos margen y, en cualquier caso, habría que dejarlas más o menos atadas antes de meterse en la discusión más política, sentimental o partidista sobre qué postura en concreto adoptar finalmente. Ganaríamos auténtica transparencia. Nos evitaríamos bochornosos lamentos si acometiéramos los debates públicos con renovada energía y con una metodología más ordenada y sistemática.
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