La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
Estos últimos septiembres me doy por muerto. Me he hecho a la idea de que mi año tiene once meses y uno me tiene a mí. Está la vuelta al cole de mis niños y mi propia vuelta al cole, con los horarios por hacer a brazo partido, y este año está la actualidad política que tengo que seguir a duras penas (porque es penosa y es dura y acontece en estos días tan apurados) y me vienen encima algunos eventos íntimos que lo complican todo un poco. En resumen, para no dramatizar, me doy por muerto.
Lo que es una frivolidad, porque hay cosas muchísimo más serias. Pero los hipocondríacos y los ansiosos somos, en el fondo, unos superficiales. El reverso tenebroso del pasota: no pasamos de nada. Lo sopesamos todo.
Lo bonito es que el muerto que soy tiene de vez en cuando atisbos de resucitado. Me he comprado un libro de Fabrice Hadjadj que, naturalmente, no me ha dado tiempo a abrir. Se titula Resucitar, y me ha llegado (el título) en el momento más oportuno.
A mis hijos no les importa mi estado de nervios: les parece bien. Gracioso. Tengo que recordar, cuando lleguen a la adolescencia y todo -como me cuentan que ocurre- les parezca fatal, que hubo un tiempo (éste) en que ellos me veían chispeante, incluso (o más) durante el mes de septiembre. Mi mujer me dice, cuando me la cruzo, que me echa mucho de menos, lo que es romántico y casi justifica tanto trabajo hasta tan tarde. Al salir corriendo de casa, por las mañanas, veo las estrellas hermosas e irónicas. Luego, en una reunión, en medio de la vorágine que nos devora, hay momentos para unas risas (de humor negro). De pronto, en un pasillo, me paro un segundo con unos compañeros y, con los nervios a flor de piel, me excito un poco en una discusión banal, pero ellos me disculpan el histrionismo relajante. O al revés: veo que el jardín está maravillosamente silencioso y me siento en el banco cinco minutos que saben a una eternidad, como en la leyenda del monje que oyó al ruiseñor, pero al contrario, aunque es lo mismo.
Todavía me queda (¡madre mía!) medio mes, pero voy a empezar a apuntar momentos de felicidad para recordar que, incluso en las épocas en las que uno se abandona al destino con ánimo mortuorio, la vida sabe buscar resquicios para seguir imponiéndose. Todo esto es muy metafórico, pero me hace concebir esperanzas muy literales de que la resurrección siempre nos espera a la vuelta de la esquina, sin darse por vencida.
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