Enrique Gª-Máiquez

Ruleta rusa

Su propio afán

El ideal de la justicia, contra el terrorismo, se parece demasiado, por desgracia, a jugar a la ruleta rusa

21 de diciembre 2016 - 02:02

Casi en directo vimos el asesinato de Andréi Kárlov, embajador ruso en Turquía. Yacía en el suelo, mientras el pistolero esperaba el desenlace lanzando consignas yihadistas. Su tensa espera demostraba que era un atentado suicida. Iba a aguantar a pie firme hasta ser abatido; pero ese intervalo (él erguido y amenazante junto a su víctima inerte y con los brazos en cruz) me hizo vislumbrar que continuaba haciendo víctimas. Abocaba inexorablemente al sufrimiento y la muerte a los que dice defender, porque a nadie se le escapa que la reacción rusa será tajante. Cualquier ciudadano importa, pero un embajador es el símbolo de la patria. Cosa con la que Rusia no bromea.

El terrorismo daba cuerda así a su espiral de terror. La reacción rusa generará más odio, del que saldrán nuevos terroristas, que con sus atentados provocarán otras reacciones que volverán a provocar represalias. El atentado en Berlín pone en marcha la misma dinámica, con más crueldad, si cabe, porque ataca a quienes acogieron a los refugiados. Logrará que en Alemania crezcan las corrientes políticas que más repudian la inmigración y promoverá, por tanto, tensiones y enfrentamientos cada vez más graves.

Podría parecer que la conclusión lógica es que las víctimas (rusos y alemanes en este caso) deben poner la otra mejilla. No, porque eso sería -nuevamente- suicida. Tal actitud, rayana en la santidad, pasando por el martirio, sólo puede exigirse a las personas o, en realidad, sólo a uno mismo; y, desde luego, no a las sociedades libres que quieren seguir siéndolo. La legítima defensa no puede considerarse obstáculo para la paz. Y el ideal de la justicia -aislar a los culpables escondidos en la masa de refugiados, que se sigue engordando- se parece demasiado, por desgracia, a jugar a la ruleta rusa. La mayoría son inocentes, pero la bala está en el tambor de esa inmensa pistola, y, antes o después, disparará.

Las comunidades de las que salen los terroristas tienen, pues, la responsabilidad de romper esta cadena diabólica de causas y efectos. Han de invertir el sentido de la espiral de la violencia, rechazando con contundencia a aquellos que dicen defenderlos, pero que les azuzan los perros de la guerra y del rechazo. Los terroristas que se inmolan no se inmolan solos, sino con los que ellos llaman suyos; y que lo serán, suyos, mientras los inocentes permitan que les hagan eslabones de una cadena de odio.

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