La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
Su propio afán
De un tiempo a esta parte, me asaltan, en las redes sociales, unas exuberantes solicitudes de amistad de unas muchachitas aparentes con nombres exóticos y ropas escasas. No sé qué podrían ganar ellas ni cómo con mi amistad, pero sí sé que todo el que pasó una adolescencia con acné juvenil y fue a un colegio de educación diferenciada es muy sensible a las insinuaciones de las chicas, aunque sean por internet. Y más si tiene una clara querencia provenzal. Los trovadores no concebían resistirse a las insinuaciones femeninas porque era una falta de caballerosidad negarle nada de nada a una dama.
Éstas, según posan, no traen intenciones poéticas. Haciendo un esfuerzo múltiple (contra mi acné juvenil, mi colegio y mi fervor por Guillaume IX de Aquitania), rechazo las solicitudes, aunque con conciencia desasosegada.
Hay una vieja historia de un pariente mío que viene al caso, quizá. Al final de una accidentada noche, su grupo acabó, por esos laberintos de la vida, en una casa, digamos, de mala nota. Entonces, mi pariente tomó un empeño personal en convencer a una joven que andaba por allí de que se rebelase, dejase de frecuentar malas compañías y enderezase sus caminos. Los que me lo cuentan lo hacen muy divertidos, como si aquello hubiese sido un disparate, pero me parece lo mejor que podía hacerse, dadas las circunstancias.
Se ve, sin embargo, que soy un teórico, porque, aunque la fuerza de la sangre me empuja a predicar la conversión a estas chicas que tanto interés tienen en mi amistad, me escabullo. Poses, selfies y mensajes aparte, tienen cara de buenas chicas (casi todas) y seguro que alguien que dé con las palabras adecuadas en el momento oportuno podría convencerlas de que ir por ahí ofreciendo no sé qué cosas no lleva a ningún lado. Quizá este artículo no pretenda otra cosa que decírselo en un terreno neutral, sin enredarme en las redes, desde el pudoroso papel del periódico.
También querría saber por qué este alud de solicitudes, si no hice nada para convocarlas. Aunque con las cookies y el big data, cualquiera sabe qué algoritmo las conduce a mis páginas. Tal vez sea (se acaba otro año más y es el momento de la melancolía) mi edad, que me acerca -paso a paso- a la categoría de viejo verde. Si así fuese, tendría otro argumento para rechazarlas: defender con uñas y dientes los vestigios de una juventud que se resiste a los embates del tiempo y de los tiempos.
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