La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
Miguel de Cervantes clavó el retrato del hombre de bien en el Caballero del Verde Gabán. Emociona su mesura, el silencio en su casa, la dulzura de su mujer y el temple de su hijo, que escribía poemas y estudiaba en Salamanca. No se ha dicho, en cambio, que Cervantes también clavó el arquetipo del columnista, profetizándolo. Fue en el comienzo de la segunda parte, cuando describe a don Quijote retirado en su cuarto, echado en su cama, bien abrigado y dispuesto a hablar, ante el cura y al barbero, con la máxima exactitud de todo lo que ocurre en el ancho mundo y de filosofía política. Vean:
"En el discurso de su plática vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua, y sacado otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas las materias que se tocaron, que los dos examinadores creyeron indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio".
Ahí está el perfil del columnista ideal, no me digan que no. Pero ¿entero? Entero, no, falta el otro perfil. Cervantes complementa el retrato con lo que sigue. El cura, secundado por el barbero, se decide a hacer la prueba de la sanidad del pensamiento del columnista, digo, de don Quijote, y echa en la conversación el anzuelo de las caballerías, por ver si pica, como pica inmediatamente: "Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende".
El articulista, pues, debe ser alguien mesurado y leído, pero con una locura bulléndole dentro. Una buena estrategia crítica es encontrarle a cada cual la suya. Sin que valga, ojo, esa de poner el Estado en una fragua y renovar la república, que no es manca, pero tan generalizada en el gremio que no caracteriza a ninguno. El Caballero del Verde Gabán no tenía, por supuesto, tales ínfulas. Ni más manía, si acaso, que escuchar las buenas razones acordadas de don Quijote con gusto y cierta suspicacia. Seguro que, entre el barbero, el cura, la sobrina, el ama y el del Verde Gabán, podría hacerse una taxonomía del público y de los lectores, pero eso tendrá que ser otro día.
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