La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
En esta columna somos fervientes partidarios de las superlunas. Ayer tuvimos una espectacular, la mayor luna llena en 86 años (1948-2034). "Esas cosas se avisan", protestará el lector si se le pasó la ocasión, pero es el sino del columnista: como opina, va siempre detrás de los acontecimientos, pensándolos.
De todas maneras, si usted se la perdió, se la intentaré describir: era redonda, brillante, callada y misteriosa. Como todas las lunas llenas, pero un 14 % más grande y un 30 % más luminosa, según los que lo cuantifican todo. Por suerte, suelen ocurrir de 3 a 5 superlunas en un año. A poco atento que esté usted, la próxima tendrá ocasión de verla a gusto. Por otra parte, al día siguiente de una luna llena, ella sigue bastante hermosa, un poco vuelta hacia atrás, como esperando femeninamente por los admiradores más lentos. Es así de buena. Lo especial de la de ayer era que pasaba muy cerca de la tierra, 48.280 km más cerca de cuando está más lejos.
Cualquier ocasión de levantar la vista hay que aprovecharla y la luna nos ofrece las mejores vistas. Borges caricaturizó el oficio del poeta con la leyenda del que se empeñó en escribir un poema que contuviese el universo y que, cuando levantó los ojos del papel, descubrió que se había olvidado de la luna, nada menos. Mircea Eliade explica que para los antiguos la luna fue el país de los muertos porque la luna nueva desaparece tres días, para volver a resucitar. ¡Hay que ver lo que sabían los antiguos! Juan Eduardo Cirlot apunta que es el símbolo de lo mudable y que, por eso, la Inmaculada y la guadalupeña aparecen con la luna a sus pies, representando el triunfo de lo eterno. Prefiero con creces que las superlunas llamen nuestra atención y no los eclipses. No digo que los eclipses no tengan interés y, si nos hacen estar pendientes del cielo, bienvenidos sean; pero lo bueno de la superluna es que nos pone a mirar hacia arriba igual con el añadido de que no asistimos a un inquietante oscurecimiento, de tan mal agüero, sino a un incremento de luz, de belleza, de perfección y de cercanía. Es la apoteosis de la positividad. El marqués de Tamarón desdeña a los que se embelesan con el arco iris y elogia a los que aprecian el rompimiento de gloria. Es una aguda observación meteorológica-estética. En astrología, y por razones tanto éticas como estéticas, me pasa algo parecido: opto por las superlunas frente a los eclipses.
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