Enrique Gª-Máiquez

Trabajos de amor

Su propio afán

Si enamorarse es lo más parecido a una conversión religiosa, qué menos que un rito penitencial en su origen

07 de febrero 2017 - 02:02

Los que defienden que Shakespeare no era Shakespeare quizá se empeñan porque su Shakespeare (el que representan, el que se imaginan) no es Shakespeare. Se buscan una coartada retrospectiva. Lo pensé en la representación de Trabajos de amor perdidos donde, infieles hasta al título de la obra, los amores acaban con campanas de boda y todos los personajes felices y comiendo perdices. Pero la característica más propia de esta comedia es que no tiene un "happy end" o, como avisa Berowne: "Nuestro cortejo no termina como en una obra antigua, el chico no consigue a la chica".

¡Cómo se obcecan en corregir a Shakespeare! La obra (desde el título, ya digo, hasta la canción final, que habla del engaño y sus consecuencias) es perfecta. Los protagonistas han hecho un juramento que inmediatamente infringen y las excusas que se dan no varían su condición de perjuros. Son razones tan actuales, por cierto, que se entiende muy bien que nuestra época esté interesada en cambiar el final, por la cuenta que le trae. Repasemos las excusas: la democrática unanimidad en el incumplimiento, tantos juegos de manos retórico-leguleyos, confundir la misericordia y el amor con una bula para todo, la simpatía y el humor de los infractores, la imposibilidad del ideal y la insensatez del juramento. "Ya, ya...", susurra, sin embargo, Shakespeare.

La comedia termina con los chicos por allí y las chicas por allá, pero sigue siendo una comedia; y el final es agridulce, pero dulce. Antes de rechazar a los galanes y marcharse, las damas proponen a sus pretendientes penitencia y prometen esperarles si cumplen. Mientras tanto, no pueden creer las protestas de amor de unos perjuros: eso es imposible. Aun así, la comedia culmina en la esperanza de que cabe la redención. Jane Austen, que leyó las comedias de Shakespeare como nadie, situaba en el centro de sus novelas, como notó Nabokov, un arrepentimiento. Si enamorarse es una conversión casi religiosa, qué menos que un rito penitencial en su origen.

El genio deslumbrante de Shakespeare estriba en no rebajar ni un ápice la gravedad del perjurio, pero dejándonos esperar que la penitencia podrá más. Ese atisbo de luz es tan poderoso que ciega a los adaptadores y los arrastra a inventarse corriendo otro final edulcorado, incapaces de sostener tanta sutileza, ignorando que el perdón posible y la esperanza en vilo son el final más feliz que cabe, el más humano.

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