Enrique Gª-Máiquez

Más disfraces

Su propio afán

La inabarcable y hermosa diversidad humana nace del sentimiento de unidady su proclamación

12 de febrero 2018 - 02:08

Entre unas cosas y otras, este año no estoy nada carnavalero, incluso para mis estándares a distancia. Me lo estoy perdiendo todo. "Qué esaborío", pensaba de mí mismo, como siempre, pero mucho más, mientras iba corriendo a comprar pescaíto frito para una cena de matrimonios (de esas europeas en que cada pareja lleva algo). Entre unas cosas y otras, tuve que tirarme a la calle a última hora solo a remediar lo de nuestra aportación, ya con mi chaquetita y eso.

Me empecé a cruzar con gente disfrazada que arrancaba su fiesta. Hace varios años escribí un artículo sobre lo que pensaba de los disfraces. Sostuve que hay dos tipos. Primero, el que saca afuera lo que uno lleva dentro y vergonzante. Éste es el que mola a los teóricos del disfraz, freudianos de salón, aficionados a lo subconsciente. Así el Carnaval se convierte en el gran momento de la liberación de los sentidos, incluido el común. Después, están los disfraces que defendía Chesterton, que son los uniformes que no nos ponemos porque no existen, ay, pero que son los nuestros más auténticos. Los que sacan fuera la dignidad que tiene la vida ordinaria y los ideales. El disfraz de escritor, por ejemplo, en mi caso, con una gran pluma, naturalmente de ganso. O el de cónyuge, con una vihuela de trovador en una mano y una lista de la compra en la otra. A Chesterton le encantaba disfrazarse de Dr. Johnson y a mí me encantaría disfrazarme de Chesterton.

Pero mientras andaba a contracorriente y contratipo, caí en una cosa de los disfraces que no había admirado hasta ahora. Las pandillas de amigos se disfrazan de lo mismo y me crucé con unos cruzados (que despertaron mis simpatías chestertónicas), con el zumbido de un enjambre de abejas mayas, con unas payasas muy serias (todavía), etc. Tal proclamación ostentosa de la amistad me conmovió.

Un antropólogo haría una reflexión sesuda de peso sobre la necesidad del grupo de distinguirse de los demás y de cómo eso produce las flameantes banderas, los señeros escudos, los tics costumbristas, los acentos impenetrables, los chistes privados, las modas bizarras… Toda la inabarcable y hermosa diversidad humana al servicio del sentimiento unificador de cada mínima comunidad. Yo lo habría intentado, pero ya estaba llamando al timbre de mis amigos, donde nos recibió media docena de matrimonios, tan formales, por supuesto, con su chaquetita y sus pocas ganas de carnaval y disfraces.

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